De la agenda 2030 y la amistad social

En estos últimos años, en los escenarios públicos, es habitual escuchar la expresión “no dejar a nadie atrás”, que refleja el segundo principio de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Los Estados Miembros de las Naciones Unidas, al suscribir esta Agenda, se han comprometido a adoptar las medidas necesarias para transformar nuestra sociedad y nuestro mundo en un espacio acogedor y sostenible en el que el desarrollo sea integral e integrador.

No cabe duda que es un logro. Está bien que los principales actores políticos se comprometan y que las instituciones diseñen sus planes estratégicos teniendo a la vista los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pero no es suficiente. Todos somos conscientes de la gran distancia entre las declaraciones y proyectos, y las acciones cotidianas en las que se va fraguando el futuro de las personas, de los pueblos, en definitiva, de la humanidad.

Por eso, las palabras del Papa Francisco, que en su Carta Encíclica Fratelli tutti nos invita a la amistad social, me parecen de enorme pertinencia y actualidad. Miran a la transformación del mundo poniendo el acento en la transformación de las relaciones personales. Transformar a las personas y las relaciones entre las personas, para transformar el mundo.

La amistad social como horizonte

Puede parecer utópico, una idea romántica más. Pero lo cierto es que sólo la conciencia de lo que nos une como humanidad puede dar soporte a estos proyectos ambiciosos y sostener el esfuerzo por conseguirlos.

La amistad social de la que habla el Papa Francisco está fundada en el reconocimiento de la dignidad del otro siempre y en cualquier circunstancia, y en el profundo sentimiento de compartir la misma carne, la misma suerte, una humanidad y un destino común. Esta situación de pandemia nos ha hecho más conscientes de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Es tiempo de pensar qué podemos hacer con eso y hacia dónde nos conduce.

Lo cierto es que reconocer en cada ser humano un hermano o hermana y buscar una amistad social que integre a todos requiere un esfuerzo consciente.  La amistad social se gesta en la familia, en la que cada uno se siente aceptado y valorado y puede desarrollarse sin perder su identidad. Y crece y se va ampliando en círculos concéntricos abarcando relaciones vecinales, de barrio, de pueblo… hasta abrazar otras naciones y la humanidad en su conjunto. Desde la propia apertura y el reconocimiento del otro, de los otros, es preciso tejer redes para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos.

Parece evidente que esto no es un sentimiento espontáneo y efímero. Ya Aristóteles, hace 25 siglos, hablaba de la amistad como virtud -un hábito bueno-, e indicaba que la auténtica, la verdadera, sólo puede darse entre personas capaces de mirar por el bien del otro. Es decir, la amistad social requiere, de entrada, una conversión personal: salir de los propios intereses, mirar al diferente no como extraño sino con el rostro de la misma humanidad, y orientarse al bien común.  Desde este punto de partida, con constancia y esfuerzo, podremos avanzar juntos hacia una cultura del encuentro.

Educar las emociones

La transformación personal necesaria para establecer relaciones abiertas, inclusivas y respetuosas no se centra, fundamentalmente, en cambiar nuestras ideas. Casi todas las personas estaremos de acuerdo en la necesidad de promover el reconocimiento de los derechos humanos, por ejemplo. Pero es necesario que todo nuestro ser se sienta interpelado por el otro, por los otros, para no ceder ante la indiferencia o refugiarse en razones tranquilizadoras. Razón y emoción tienen que aunarse en el reconocimiento de lo que es conforme a la dignidad humana.

Las emociones orientan nuestra razón y nos mueven a actuar, sacándonos del refugio confortable de las ideas. Compadecerse con el que sufre, indignarse ante la injusticia, sentir naturalmente repugnancia frente al mal, nos mueven a actuar bien. Y no experimentar nada de esto es síntoma de «enfermedad moral».

En Fratelli tutti se presenta la parábola del buen samaritano como icono iluminador. Nos muestra cómo, ante una misma situación de sufrimiento e injusticia, si no nos mueve la compasión, no encontraremos razones suficientes para hacer propia la fragilidad de los demás y esforzarnos para que el bien sea común.

Es necesario, pues, trabajarnos emocionalmente y promover la educación de las emociones en nuestro entorno cercano. Pudiera parecer una humilde aportación en este mapa de grandes objetivos y proyectos como es la Agenda 2030, pero resulta esencial para que estos no caigan en el vacío por falta de cimientos. No en vano el Papa Francisco habla de una arquitectura y una artesanía de la paz y del encuentro, y señala que las dos son necesarias. Promover la amistad social trabajando nuestras disposiciones morales, es una importante contribución de los ciudadanos y las ciudadanas de «a pie», para que nadie se quede atrás.