Artículo publicado en Deia (22/01/2023)
Buscando otro libro, llama mi atención el lomo rojiblanco de uno que leí hace diez años. Su cuidada edición da el placer del buen libro entre las manos. Recuerdo que su lectura me impactó en su día. Releo sus frases subrayadas y me sorprende hasta qué punto algo escrito hace más de 60 años permite tantísimas reflexiones sobre el momento actual. Se titula La bandera invisible.
Peter Bamm, su autor, fue un médico que sirvió en el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial en los terribles frentes del este, en Rusia y en Ucrania, dirigiendo un hospital de campaña. “La ciencia que aquí intenta salvar vidas con la técnica más sofisticada es la misma que seis kilómetros más allá se dedica a destruirlas, también con la técnica más sofisticada”.
El médico trabaja bajo el emblema humanitario y universal del sanitario, la bandera invisible que da título al libro, que muchos han sostenido en las más diversas circunstancias y cuya madre avant la lettre, reconoce el doctor, fue una enfermera: “Florence Nightingale, aquella maravillosa mujer que, llevada por su grandeza de corazón, se hizo cargo de los heridos. Desde Inglaterra viajó a Crimea y consiguió que, por primera vez en una guerra moderna, se organizara una atención adecuada de los heridos”.
Peter Bamm acompaña a los ejércitos alemanes en sus momentos victoriosos detectando “qué fácil es hablar y pensar y sentir sirviéndose de clichés”, sufriendo “aquel barro que empezó a ser un enemigo tan encarnizado como el frío”, conociendo “rumores que al principio no quisimos creer” sobre los crímenes contra la población civil y, poco a poco, siendo testigo directo de ellos.
Los soldados no se resistieron porque “el veneno del antisemitismo ya había penetrado hasta muy adentro. No se sentía una ardiente indignación. El gusano ya estaba dentro de la madera. La corrupción moral había llegado demasiado lejos”.
Los más miserables “con sus botas militares prestadas” van controlando todas las esferas y el doctor Bamm observa cómo “un criminal decidido a todo siempre tiene ventajas con respecto a una persona decente que cree en las reglas del juego”.
Las derrotas llegan y con ellas las retiradas, pero “lo único que permaneció invicto hasta el final fue la resistencia de los jefes contra la razón (…). El mando había perdido el coraje de mirar cara a cara a la implacable señora: la fuerza de los hechos (…). El sistema se basaba en la violencia y solo podía mantenerse con métodos violentos (…). Se negaban a admitir que su derrota había comenzado y esa actitud era característica de su manera de razonar, un razonamiento mágico que argumentaba que solamente se puede vencer si se cree en la victoria, de manera que, si se cree en la victoria, se vencerá. Intentaban dominar los hechos por medio de conjuros mágicos. La consecuencia de aquel pensamiento mágico era matar a todo aquel que interfiera en el ritual del conjuro.”
Hitler había conseguido en el 38 los Sudetes checos y Austria sin iniciar una guerra, por la sola fuerza de su amenazante convicción, como haría otro con Crimea 76 años después. Pero “ese toque demoniaco al que debía sus éxitos en la paz pronto quedó aplastado entre las ruedas del molino de la guerra. Sus fallos eran explicables considerando que no quería apartarse del mito de su infalibilidad estratégica (…) y su incapacidad para reconocer sus propios errores”.
“Nosotros lo sabíamos. No hicimos nada”, reconoce Bamm.
Pocos años después de escrito ese libro, E. H. Carr dicta las conferencias que luego publicaría bajo el título ¿Qué es la historia?, quizá el libro de filosofía de la historia más popular del siglo pasado. Contiene una frase que puede cerrar este ejercicio nuestro de traslación de la historia a la situación actual –¿qué otra cosa es la historia sino una lectura siempre desde el presente?–:
“Los alemanes acogen encantados las denuncias contra la perversidad de Hitler, viendo en ellas un sustitutivo conveniente del juicio moral del historiador acerca de la sociedad que lo engendró”.
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