Artículo publicado en El Correo (08/02/2023)
Vivimos una lógica preocupación por la presencia, mucho mayor de la deseada, de la violencia con arma blanca en algunos menores, adolescentes y jóvenes de nuestros días. El tema de la violencia juvenil no es de hoy. Quizá la agresión con arma blanca sea hoy algo más frecuente.
De entrada, hay que entender el fenómeno. No hay cosa más práctica que una buena teoría. Tres teorías generales se utilizan a menudo desde las Ciencias Sociales para explicar las causas de la violencia juvenil: la teoría del control, la teoría del aprendizaje y la teoría de la tensión.
La teoría del control viene a decir que los individuos violentos escapan a las normas convencionales de la sociedad, tienen una integración social deficitaria que incluso puede ser un rechazo de integración social. El control puede ser externo e interno. El externo se refiere, por ejemplo, a la no aplicación o la insuficiente aplicación de las leyes en vigor. Pero el control externo lo realizan, en primer lugar, la familia y la escuela. Es imposible pasar por alto la evolución de las familias (de autoritarias a impotentes) y de la escuela (con un profesorado puesto en cuestión por algunos padres de familia).
Pero los teóricos del déficit del control social señalan, justamente, la importancia del control interno; esto es, la justificación de los comportamientos violentos por parte de los jóvenes. Ciertamente es un tema clave. Hay más de mil evidencias empíricas solventes a través de toda Europa que muestran la correlación entre la justificación de determinados comportamientos (suicidio, causar destrozos en la calle, pena de muerte, rechazo a la autoridad legítima) y la práctica de la violencia contra las personas.
A esta teoría del control se le ha venido a superponer, que no contraponer, la teoría del aprendizaje que ya denominaba Sutherland, en la década de los años 30 del siglo XX, como la teoría del aprendizaje diferencial. La idea central viene a decir que la conducta desviada violenta no es tanto la consecuencia de una ausencia de control social cuanto de procesos de imitación y reproducción adquiridos en ámbitos violentos del orden que sean. A los que han nacido en la cultura del robo, robar les parecerá la cosa más natural del mundo. En el País Vasco, la teoría del aprendizaje diferencial fue pertinente para explicar la ‘kale borroka’. Un tercer ejemplo lo tenemos en el terrorismo islamista, donde la teoría del aprendizaje tiene plena validez. Y en este punto cabe añadir la influencia de determinadas redes sociales que justifican la violencia de odio, y en la que hay que encuadrar también la violencia con armas blancas de nuestros días.
La teoría de la tensión tiene sus orígenes en un famoso trabajo del sociólogo americano Robert K. Merton escrito en 1938. La tesis central de Merton viene a decir que la violencia es el fruto de la «disociación entre las aspiraciones culturalmente prescritas, en una sociedad concreta (ganar mucho dinero rápidamente, por ejemplo) y las vías socialmente estructuradas para realizar esas aspiraciones (trabajar honradamente)». Merton se refiere a la sociedad americana de su época, pero la línea central de su razonamiento sigue siendo válida.
Avanzo la siguiente reflexión. En la actualidad apenas hay autoridad reconocida, pero sí una aceptación generalizada de la desobediencia, incluso violenta; se interpreta que la violencia en la calle es una violencia de respuesta, siendo la violencia institucional (capitalista) la primigenia; hay desigualdades sociales que van en aumento (es un hecho) y la sensación de que solamente mediante la violencia se obtienen los objetivos que se persiguen.
Hay un dominio aplastante del constructo social de que todo está mal. Los medios escritos, las radios, las televisiones y, aún más, las redes sociales se han convertido en púlpitos laicos de cosas que funcionan mal y de la necesidad de que las administraciones resuelvan todo: las pensiones, la educación, la sanidad, las personas con alguna dependencia, los transportes (con huelgas en fechas significadas)…
Es el presentismo: lo queremos todo y ahora. Y gratuitamente. En fin, falta ecuanimidad, mesura, rigor en las críticas. Un ejemplo extremo lo tenemos en los comentarios anónimos en los digitales: son vomitorios de gente despechada por esto o aquello y que no se atreven a firmar con su nombre. Se ocultan. Pero ¿cómo dialogar con quien no sabes quién es?
El artículo de Ainhoa de las Heras, en estas páginas de EL CORREO del domingo 29 de enero sobre este tema, muy ponderado y con datos, había suscitado 190 comentarios el mismo domingo, casi a las siete de la tarde, cuando lo leí. Ninguno estaba firmado. Y muchos pseudónimos anónimos se repetían. La mayoría, con la misma cantinela: los culpables son los emigrantes –lo que está lejos de ser verdad– y hay que endurecer las leyes.
Pero el problema es más cultural que policial o judicial. Es un problema de sociedad.
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