Artículo publicado en El Economista (16/03/2023)
Hace unos días me pidieron intervenir en un programa de televisión de ámbito autonómico, para comentar la noticia de los recursos que algunas empresas vascas del sector financiero o energético están presentando al nuevo impuesto extraordinario. Antes de mi intervención, se presentaba la noticia, junto con entrevistas a pie de calle para recoger la opinión popular sobre estos recursos. También intervinieron tres personas que estaban en la tertulia en el estudio ese día (yo tomaba parte por videoconferencia, solo unos minutos).
El veredicto de los periodistas que presentaban la noticia, de las personas entrevistadas en la calle, y de los tertulianos fue unánime: las empresas eran insolidarias por presentar estos recursos. Porque si tenían beneficios extraordinarios, tenían que arrimar el hombro. Además, en el caso de la banca, se recordaba el momento del rescate, y se les preguntaba si habían devuelto aquel dinero…
La lógica de este diagnóstico era tremendamente simple: si el dinero está en manos públicas, se dedica a la justicia social y a reducción de desigualdades, pero cuando está en manos privadas, solo se benefician unos pocos (los accionistas de esas empresas o, a lo sumo, los empleados también).
Me quedé preocupado, por el juicio sumarísimo y por la condena más rápida. Dio igual que tratase de explicar en mi intervención que no es lo mismo tener beneficios que repartir dividendos, y que las empresas necesitan capitalizarse para abordar las grandes inversiones que deben acometer en transformación digital, en sostenibilidad, etc. Que las grandes empresas, además de impuestos y empleos directos, generan muchos empleos indirectos en sus proveedores (que a su vez pagan sus impuestos), y ejercen un papel tractor muy valioso sobre la economía. Y que, en el caso de las entidades financieras vascas, ninguna de ellas tuvo que acudir al rescate…
También daba igual que el recurso no se atuviese a la legalidad vigente, y que cree un severo precedente de inseguridad jurídica y arbitrariedad fiscal, dos circunstancias que retraen a cualquier inversor. Por no hablar de tratar de hacer alguna consideración sobre la eficacia del gasto público (anatema)…
Cuando interrumpieron mi conexión, la tertulia siguió por el mismo camino que llevaba antes de mi intervención. Les parecía muy bien que las empresas tuvieran beneficios, pero lo solidario era aceptar en automático el pago de más impuestos, “para compensar”.
Es un síntoma de una enfermedad grave, que se va instalando en nuestra sociedad, con el apoyo de políticos y periodistas, que van dejando en la opinión pública un mensaje muy poderoso por lo simple y directo: “El sector público es solidario, el sector privado es insolidario. Como está aumentando la desigualdad, la mejor forma de corregir ese problema es que fluya el dinero de lo privado hacia lo público”. Si no compartes ese lema, automáticamente te sitúas en la ultra-derecha, o en el ultra-liberalismo, eres una persona insolidaria, lo peor, un enemigo del pueblo.
Y es más preocupante porque, durante los próximos años, las necesidades de financiación pública van a ir en aumento, por el incremento de gasto en pensiones, atención médica y atención a situaciones de dependencia asociadas al envejecimiento de la población (esta próxima década coincide con la jubilación de la generación del baby-boom).
Como el recurso al endeudamiento público vendrá topado desde Bruselas, la única forma de cuadrar las cuentas será subir los impuestos, y como es una medida impopular entre los votantes, la tentación fácil de las Administraciones Públicas será ir a por las empresas…
Ya comenté en mi intervención que esto del reparto de papeles entre lo público y lo privado era un tema ideológico. Desde una economía controlada plenamente por los poderes públicos (como defiende el comunismo), hasta una mínima regulación que deje ese control en manos de los mercados (como defiende la escuela austriaca de pensamiento económico). Sobre estos temas no hay dogmas.
Me parece a mí (esto es una opinión, no un dogma) que la historia ha demostrado ya en repetidas ocasiones y en diferentes contextos que ninguno de ambos extremos conduce a la prosperidad, y que una combinación razonable de lo público y lo privado es la fórmula que ha probado una mayor eficacia en la generación y reparto de la riqueza a medio y largo plazo.
Si detraemos sistemáticamente recursos del sector privado, si creamos un entorno de inseguridad jurídica y fiscal que haga que los inversores decidan buscar otros territorios más acogedores, a medio y largo plazo nuestra economía se resentirá y nuestro sistema del bienestar languidecerá. Esa es mi opinión, y a partir de ahora todo lo que escriba es ideológico, avisado queda el lector.
Es importante que desde la sociedad civil defendamos ese equilibrio y el papel clave del sector privado en la generación y distribución de la riqueza. Es importante que defendamos nuestras empresas y a las personas que arriesgan su patrimonio para crearlas y mantenerlas. Es importante, aunque sea impopular y tenga enfrente a un poderoso lobby de funcionarios y políticos, exigir mayor eficacia en el gasto público.
Es importante también que la empresa sea ejemplar y revise prácticas que cada vez resultan más contraproducentes (como algunas retribuciones a equipos directivos que escenifican esa desigualdad). Es fundamental que la empresa se esfuerce por repartir sus ganancias al conjunto de sus grupos de interés y no solo a los accionistas y altos ejecutivos. Clientes, empleados, proveedores, y el conjunto de la sociedad deben sentir que el reparto es equilibrado. Hemos conocido años de prosperidad porque nuestros padres encontraron un equilibrio razonable. Si nosotros nos equivocamos, nuestros hijos pagarán las consecuencias.
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