Artículo publicado en El País (27/08/2023)
Una característica definitoria de la sociedad del siglo XXI es la aceleración vital. Vivimos estresados e inmersos en una sucesión de estímulos, de información, de búsquedas de atención que, entre otros muchos efectos (creo que la mayoría perniciosos) no facilitan la reflexión meditada ni la visión de largo plazo. Por eso es conveniente periódicamente reexaminar el pasado y analizar sus consecuencias.
En septiembre se cumplirán 15 años desde que la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers
acelerase la Gran Recesión mundial. Este evento precipitó el pánico financiero mundial en septiembre de 2008 y dejó expuestas las debilidades (visibles ya desde el año anterior) del sistema financiero y económico que se había consolidado tras el final de la Guerra Fría. Entre otras, la existencia de incentivos perversos que premiaban comportamientos poco éticos en sectores financieros y políticos clave de nuestras sociedades.
Es un tiempo suficiente para poder señalar que, con la perspectiva actual, el impacto más relevante en el largo plazo de aquel colapso financiero, y de cómo se intentó atajar, haya sido que la introducción de la sostenibilidad en el núcleo de las decisiones financieras por parte de inversores, empresas y reguladores se retrasase aproximadamente 10 años.
En el año 2006 se desarrollaban tímidos avances en la asunción por el sistema financiero de su papel fundamental en la lucha contra el calentamiento global y la emergencia medioambiental. La semilla plantada en la conferencia de Río de Janeiro en 1992, que dio paso a UNEP FI, la iniciativa financiera del programa de Naciones Unidas para el medio ambiente, se estaba empezando a desarrollar. Kofi Annan impulsó desde la ONU la iniciativa denominada PRI —Principios para la Inversión Responsable—, que se lanzó públicamente en 2006. Sin embargo, la crisis financiera y económica mundial desvió el foco de atención de ciudadanos, ahorradores, entidades financieras, supervisores, reguladores y gobiernos hacia el salvamento del sector financiero, para lo que se diseñaron planes de rescate de todo tipo, en ocasiones claramente perjudiciales para las sociedades que los debían pagar. Erróneamente, no hubo tiempo para ningún otro objetivo y la sostenibilidad quedó orillada hasta que llegasen tiempos mejores.
Solamente cuando los problemas del sector financiero pudieron considerarse superados, se retomó el interés por los aspectos ASG (medioambientales, sociales y de gobernanza) de la actividad financiera. En 2015 volvió definitivamente al primer plano el papel de las finanzas en la transición energética y económica. El entonces gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, pronunció un discurso inspirador sobre la tragedia del horizonte, señalando cómo el foco en el corto y medio plazo de los reguladores les impedía analizar riesgos que se materializarían con posterioridad a su horizonte temporal de actuación (pocos años). Ese mismo año se produce la encíclica del papa Francisco Laudato si’, y pocos meses después el Acuerdo de París; ambos señalan vehementemente el papel del sector financiero tanto en haber llegado a esta situación de emergencia climática y medioambiental como en su labor de agente imprescindible para que se produzca la ansiada transición ecológica, respectivamente.
La Gran Recesión dejó grandes heridas en las clases medias y populares de todo el mundo, siendo los países periféricos de la zona euro algunos de los más castigados y durante más tiempo. Grecia sufrió un austericidio criminal, del que el propio FMI tuvo que disculparse posteriormente por haber exigido sacrificios no solo inútiles, sino contraproducentes que ahondaron la propia crisis inicial. España padeció largos años de políticas inmisericordes y equivocadas, como demuestra que se han establecido mecanismos en Europa para no repetir aquella experiencia o que la muy diferente reacción de política económica a la pandemia haya permitido una recuperación mucho más rápida y equilibrada.
Tan olvidada quedó la sostenibilidad en la respuesta monetaria, fiscal y política a la Gran Recesión que, cuando por fin el Banco Central Europeo se lanzó decididamente a apoyar la economía con programas masivos de compra de activos financieros (quantitative easing), estas compras a precios exorbitados beneficiaron de forma desproporcionada a empresas petrolíferas y con actividad contaminante o emisora de gases de efecto invernadero. Que estos sectores encontrasen financiación gratis (y aún peor: a veces incluso a tipos negativos en el mercado primario, es decir, siendo pagados por el BCE por recibir dinero prestado), mientras que las alternativas sostenibles no encontraban apenas apoyo financiero ni subvenciones públicas, ha podido retrasar la transición unos años esenciales.
Desde el lado del gasto público, el propio Plan E, bienintencionado, pero mal diseñado y ejecutado, inyectó cuantiosos fondos públicos para recuperar la economía española financiando numerosas obras públicas de pequeña entidad y en muchos casos de dudosa utilidad, sin ligarlos a objetivos claros y ambiciosos de sostenibilidad. Esta breve respuesta keynesianadio paso a una muy estricta austeridad, que impidió cualquier apuesta pública por la sostenibilidad. En el área fiscal, el absurdo impuesto al sol supuso un obstáculo más para la transición ecológica.
Del mismo modo, pero en relación con los aspectos sociales, cuando se produjo en 2010 el duro rescate a Irlanda, se impusieron condiciones especialmente dañinas para la población irlandesa, pero se obviaron cuestiones como la fiscalidad, pudiendo haberse forzado al país a equiparar sus impuestos a la media europea, eliminando una fuente de competencia fiscal a la baja.
De estos graves errores se ha aprendido, afortunadamente. Así, el BCE es un activo defensor de una política monetaria verde que diferencie los activos sostenibles de otros marrones, que sean penalizados o directamente excluidos de sus programas de compra de activos. Por ejemplo, desde febrero de este año distingue a los bonos verdes y bonos de emisores con mejor impacto climático, que, a diferencia de los de más títulos de renta fija europea, pueden seguir siendo comprados en el mercado primario (cuando son emitidos por la entidad correspondiente).
También ha sido diferente la reacción de la Comisión Europea y de los diferentes gobiernos a la crisis económica provocada por la pandemia: el esfuerzo inversor público esta vez sí ha sido suficiente y se ha mantenido durante el conveniente tiempo como para sostener la actividad económica y evitar una profunda recesión, y además ha estado alineado con la transición sostenible de la sociedad europea.
Sin embargo, el haber aprendido de los errores en la gestión de la Gran Recesión puede ser un triste consuelo si los 10 años perdidos se demuestran como un lujo que no podíamos permitirnos. Visto el consenso científico que señala que probablemente fallemos estrepitosamente en el objetivo de contener el aumento de la temperatura global en 1,5 grados sobre la media preindustrial y que es más probable alcanzar incrementos de 2,5 o 3 grados (o incluso más), con un previsible impacto en nuestras sociedades muy perturbador, corremos el riesgo de que el impacto más grave de la Gran Recesión sea haber detenido la transición ecológica durante demasiado tiempo.
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