Artículo publicado en Deia – edición impresa (26/11/2023)
Fue Solón quien dijo aquello que no se podía decir de un hombre que tuvo una vida plena hasta que ésta hubiera llegado a su final. Nos lo cuenta Heródoto en el libro primero de su Historia. También Job aprendió, a golpe de golpes, algo sobre esto. De ningún político deberíamos ensayar, por lo tanto, juicios globales hasta el fin de su desempeño. Y aún ni entonces podría uno confiarse, puesto que, si bien los hechos no podrán ya cambiar, sí lo hacen las modas y los valores desde los que en cada momento miramos y juzgamos. Con esa prudencia en mente deberíamos tomarnos la tarea que hoy toca de valorar el ciclo que en breve se cierra de Iñigo Urkullu como lehendakari.
Comenzó gestionando los años de resaca tras la abrupta crisis de 2008, de la que salimos con unas cuentas públicas saneadas no por milagro ni casualidad, sino por la seriedad y rigor de muchos de nuestros gestores en diversas instituciones. Aquella crisis introdujo nuevos parámetros en la política tradicional: la victoria en Euskadi en las generales de 2015 y de 2016 de un partido nuevo, sin cuadros y sin propuesta diferenciada para el país, pero que sabía conducir las emociones y las rabias, fueron un primer dato de algo que no fue anécdota, sino advertencia. La tentación del mimetismo ante la crisis catalana habría sido la ocasión perfecta para meternos en otra desastrosa tormenta de años de confrontación y parálisis que fue sabiamente evitada en Euskadi. La normalización post ETA consiguió respetar el lugar de las víctimas y los derechos humanos en una memora digna.
La pandemia supuso un shock global que mostró las fortalezas y las debilidades de cada sociedad. A pesar de que en el país salimos de ella con razonable solvencia, supuso la consolidación de ese cambio social en las percepciones políticas que se iba imponiendo en todo el mundo. Urkullu ha mostrado un modelo de político a contrapelo de esas dinámicas: trata al ciudadano como a un mayor de edad con inteligencia suficiente para entender la complejidad de las cosas y con dignidad y orgullo como para asumir sus responsabilidades y hacerlas frente colaborando. Me gustaría creer que en nuestro país ese modelo se aprecia y se premia, pero con frecuencia parece que buscamos al político que nos haga creer y sentir cosas diferentes. Urkullu es el político al que le podemos comprar el coche de segunda mano con tranquilidad, pero también el que nos va a advertir de los límites de nuestro presupuesto o del modelo elegido, cuando lo que queremos es al sonriente vendedor que, entre gracieta y gracieta, nos prometa, aunque sepamos positivamente que nos miente, lo que queremos oír.
El modelo que triunfa es el del político que nos protege del impacto de la verdad y de su complejidad, que nos presenta un mundo de contrastes sin matices, que nos señala contra qué vivimos en un mundo donde todos queremos sentirnos víctimas, cualesquiera sean nuestras condiciones de vida, donde la percepción mata el dato, donde el discurso polarizado y catastrofista tiene siempre las de ganar.
Urkullu es parte de una tradición política que busca el futuro de la democracia vasca a partir de su naturaleza constitucional propia y diferenciada, su identidad política y sus capacidades distintivas. Este modelo requiere, para empezar, el esfuerzo por conocer nuestra historia institucional y política, mientras que otros proponen modelos ajenos más simples.
El candidato que el PNV presenta, Imanol Pradales, busca, supongo, un equilibrio entre esos valores de rigor, fiabilidad y lealtad que Urkullu representa, con los propios de una nueva generación que debe comunicar, sin perder los contenidos, de otra forma y llegar con credibilidad a sectores acostumbrados a mensajes más adaptados. Urkullu deja, en todo caso, un gobierno que, tras sortear crisis global tras crisis global, presenta unos índices de bienestar, de empleo, de buen gobierno, de igualdad, de desarrollo y de prestaciones sociales más que notables, según los medidores tanto estatales como internacionales. La convivencia social es buena si la comparamos con cualquier otro momento de nuestra historia -que, por molesta, ya hemos olvidado- o con lo que se vive ahora en otros lugares. Hay que saber valorarlo, reconocerlo y agradecerlo.
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