Artículo publicado en Deia (07/01/2024)
Dos informaciones de esta semana, de tan sesudas fuentes como el Banco Mundial y la OCDE, me han llevado a la intimidad de Madonna desnuda en su bañera. En los primeros días del confinamiento, en aquel insólito mes marzo de 2020, la cantante publicó una foto en su bañera, hundida en agua jabonosa, entre velas y pétalos de flores. Añadió un texto: «Esto es lo que pasa con el coronavirus. No importa si eres rico, famoso, divertido, listo, dónde vives, qué edad tienes, qué extraordinarias historias puedas contar. Es el gran igualador. Lo que es terrible es que nos ha hecho iguales a todos en muchos sentidos y lo que es maravilloso es que nos ha hecho a todos iguales en muchos sentidos».
En inglés aquello sonaba impactante: the great equalizer. Fue uno de los momentos más absurdos del mito de la crisis sanitaria como gran igualador, especialmente defendido por quien pasaba esas semanas en su palacio portugués valorado en más de 10 millones de euros. En aquel momento éramos ya conscientes de que la pandemia estaba teniendo un efecto contra-igualador. Lo que empezaba a preocupar era que ese efecto podría seguramente alargarse mucho más allá de aquellas semanas de encierro.
Lo comprobamos ahora. Esta semana el Banco Mundial revela en su informe anual cómo 2023 puede ser descrito como el año de la desigualdad. Las crisis sucesivas han dificultado que las economías se recuperen a ritmo suficiente de la pandemia de covid-19. El mundo venía, en los años previos, de reducir desde los 1.134 millones de personas en pobreza extrema en 2010 a los 699 ó 700 en los años 2018-2019, es decir, un 38% en ochos años: no es un mal porcentaje para un avance en el mundo real. Sin embargo, desde el inicio de la pandemia hasta ahora el proceso se ha truncado. En el 2020 la pobreza extrema subió en un solo año casi un 9%, hasta los 760 millones de personas, y a partir de ahí ha ido reduciéndose a ritmos modestos. Este año 2023 tenemos la noticia de que, aunque sea por poco, se han mejorado las citadas cifras del 20182019, con 691 millones de personas en situación de pobreza extrema, y eso que la población mundial ha aumentado en 73 millones de personas al año. La mala noticia es que los años 2019-2023 han supuesto, como se ve, un parón en el proceso de mejora significativa de lucha contra la pobreza extrema.
Seguramente uno de los great equalizer más potentes es la educación de calidad, universal y accesible sin discriminación. No es un igualador perfecto o todopoderoso. No es condición suficiente, pero sí necesaria. Por eso es tan importante que la educación sea exigente y de calidad, porque además de crear condiciones de superación, liberación y desarrollo personal, permite condiciones de igualdad social. Me pregunto si la educación de baja exigencia es una forma de injusticia social: dificulta la mejora de capacidades y el acceso a oportunidades especialmente a quienes carecen de otros medios o de entornos con servicios socio culturales o educativos complementarios.
La OCDE ha llamado la atención, interpretando sus propios datos PISA, de ciertas carencias en nuestro sistema de atención a la diversidad en el «alumnado situado en la parte de arriba de la curva». El porcentaje de alumnos con mejores resultados comparativos, en los dos niveles superiores de resultados, ha sido del 5,9% en España, frente al 7,9% de media en la Unión Europea y el 8,4% de la OCDE. Dado que los resultados globales no son mejores en España que en esos otros países, sino todo lo contrario, la pregunta es si sabemos atender a quienes quieren y pueden aspirar a mejores resultados. La igualdad implica dar oportunidades a todos para desarrollar el máximo de sus capacidades.
La ausencia de cuidado a la excelencia castiga más a las clases socioeconómicas más modestas, que no cuentan con otros medios para desplegar esas capacidades. Aunque parezca contraintuitivo, podríamos considerar la insuficiente atención a la excelencia como uno de nuestros contra-igualadores.
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