Artículo publicado en Deia (17/05/2024)
Para la mayor parte de los electores el Parlamento Europeo es un órgano lejano. No lo identifican con unos líderes políticos famosos, ni con un edificio que se les haga familiar, ni siquiera tienen claro si se reúne en Bruselas, en Luxemburgo o en Estrasburgo. Tampoco es esperable que entiendan siempre la diferencia entre la Unión Europea y el Consejo de Europa, que distingan sus banderas o que sepan si Eslovenia, Noruega o Montenegro forman parte de estas organizaciones. Y es poco frecuente que conozcan los nombres de los presidentes de la Comisión, del Consejo o del propio Parlamento europeos.
La razón de este “desconocimiento europeo” es la abrumadora cultura de estatalidad que caracteriza nuestro sistema político y que se resume en tres pilares fundamentales: la democracia representativa, la economía social de mercado y la estatalidad. Este tercer elemento es como el aire, que aparentemente no se ve ni se nota, pero forma parte esencial de nuestro entorno. Tan esencial, que hasta nos parece natural, lógico e inevitable, aunque en rigor no lo sea. El Estado no deja de ser una forma particular de organización política que ha tenido éxito en nuestra historia, y que desde Europa se ha extendido e impuesto a todo el planeta. Hoy la vida política, la producción del Derecho o el ejercicio del poder público, se desarrollan a través de un molde estatal. Por supuesto, el Estado ha evolucionado con la historia y también ha ido perdiendo poder de actuación frente a cuestiones que requieren políticas más amplias, transnacionales o de perspectiva global. Pero como parámetro de identificación de las personas y de los territorios, el Estado no ha tenido nunca un protagonismo tan fuerte y tan universalmente aceptado como en la actualidad.
Y es que la estatalidad no es una cuestión estrictamente política, sino que condiciona casi todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Eso que llamamos cultura, tanto en sentido elevado como popular, está gravemente moldeado y limitado por las fronteras estatales. Y ello, con independencia de cuál sea nuestro entusiasmo u orgullo por la respectiva pertenencia estatal. Por ejemplo, si usted es un ciudadano del Estado español, seguramente conocerá muchos nombres de la clase política española, pero casi ninguno de la de otros Estados vecinos, ni siquiera de los considerados “más importantes”. ¿Cuántos de nuestros conciudadanos conocen el nombre del primer ministro francés, o de los presidentes de Portugal o Italia? Y no hablemos de Bélgica, Eslovaquia, Finlandia o Lituania, porque seguramente ni un solo nombre o cara conocida evocan estos otros países con los que estamos institucionalmente casados. Pero vayamos mucho más allá de la política, porque estos mismos conciudadanos conocerán (les gusten más o no les gusten nada) a los personajes socialmente relevantes de su propio Estado, se trate de cómicos, deportistas o “celebrities” en general. Por ejemplo, sabrán quiénes son personas como Ana G. Obregón, Kiko Matamoros, Andreu Buenafuente, Isabel Pantoja o David Broncano. Conocerán a varios miembros de la familia real española y sabrán quiénes son Isabel Díaz Ayuso o Miguel Ángel Revilla aunque no sean cántabros. Pero seguramente no serán capaces de nombrar a ninguno de los equivalentes cómicos, mediáticos o populares de estos personajes en Francia, Italia o Portugal, por mencionar tres países cercanos.
Los medios de comunicación, las referencias cómicas, deportivas o artísticas son abrumadoramente estatales y generan adhesiones estatales. Es casi imposible conocer a alguien que en unas Olimpiadas cuente las medallas obtenidas por los ciudadanos de la Unión Europea, porque la mayoría hace esa cuenta por Estados, al igual que funcionan las adhesiones en Eurovisión o en la Eurocopa, e incluso en premios o deportes individuales como los Oscar, los Nobel, el ciclismo, la fórmula uno o el tenis, cuya audiencia sube cuando aparece un deportista exitoso del ámbito estatal y baja cuando no lo hay. Con la geografía el resultado será el mismo porque la mayor parte de los lectores sabrán cuál es la capital de Aragón o de Galicia, pero tendrán más dudas para reconocer las de Malta, Eslovaquia o Estonia, y podrán tener dudas respecto a si Croacia, Montenegro o Suiza son, como nosotros, parte de la Unión Europea. Y respecto a sus canales de información, ¿cuántos ciudadanos sintonizan radios extranjeras o leen frecuentemente prensa internacional? Incluso las redes y canales sociales que aparentemente no tienen fronteras son consumidas con un sesgo abrumadoramente estatal.
Con una cultura estatalista tan densamente presente en nuestras vidas que apenas nos damos cuenta de ella, es difícil que la dimensión europea se pueda abrir un hueco suficiente en nuestras preocupaciones políticas. No es raro que casi nadie celebre el día de la Unión Europea cuya fecha, a diferencia de las respectivas fiestas nacionales, los ciudadanos justificadamente desconocen. No es que sea imposible construir nuevas culturas estatales, pero la UE lo tiene muy complicado. Por un lado, porque dispone de competencias políticas importantes, pero no de las más visibles y simbólicas. Segundo, y esta es la razón fundamental, porque no se puede ocupar un espacio en la mente de las personas cuando el mismo ya está intensamente ocupado. Si la UE no ha sido capaz de construir una identificación mayor a lo largo de su existencia es porque los Estados siguen potenciando la suya y porque esta goza de una estupenda salud en cuanto a referencias cotidianas de una abrumadora mayoría de la ciudadanía europea.
Para las elecciones al Parlamento Europeo, esto se traduce en tres consecuencias políticas fundamentales. La primera es que la tasa de participación tiende siempre a ser más baja que en otro tipo de elecciones estatales, nacionales o locales, algo que volverá a constatarse el próximo 9 de junio.
La segunda consecuencia es que los electores no votan tanto motivados por las políticas europeas de los diferentes partidos, sino en clave estatal o interna. Es decir, que utilizarán su voto como una forma de mostrar su posición respecto a los asuntos que están sucediendo en su propio Estado y no en el conjunto de la Unión. Y como no entienden el Parlamento Europeo como la institución en la que se deciden “las cosas de comer”, el voto reactivo o de castigo interno encuentra en estas elecciones su terreno abonado.
La tercera consecuencia política es en realidad una combinación de las dos anteriores. Con una participación menor y pocas referencias directas que no sean las estatales, las elecciones europeas se convierten en el proceso ideal para el voto irreverente o “antisistema” en el sentido más reaccionario del término. Por supuesto, todos los votos son igualmente legítimos y todos conforman la voluntad general de un colectivo, pero el rigor y el grado de compromiso con el que se comporta el elector es inversamente proporcional al entendimiento que tiene de la institución que elige. Y esto, unido a la baja participación, nos arrojará resultados preocupantes porque el terreno es fértil para el populismo que se esconde fácilmente tras el carácter secreto del voto.
La consecuencia de todo ello es que el 9 de junio elegiremos un Parlamento con una mayor presencia de partidos políticos que azuzan descaradamente el discurso de la xenofobia, del rechazo a la diversidad, de la restricción a la inmigración y de la defensa de las soberanías estatales. Justamente todo lo contrario de lo que esta Europa envejecida y descoordinada necesita hoy. Pero no es sorprendente que ello suceda, porque por importantes que sean los poderes y competencias de la Unión Europea (que lo son), su elección no recibe el valor que necesita por parte de la ciudadanía. Y es que la cultura cotidiana, la de la sociedad de verdad, la del café de todos los días, e incluso la de las pantallas que constantemente consultamos, sigue siendo abrumadoramente estatal. Y mientras no podamos incidir en estas dinámicas, que no son políticas sino culturales, (el resto de) Europa nos seguirá pareciendo lejana y desconocida. Y sus elecciones también.
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