Tras la soflama de Sánchez hay un menosprecio doctrinal hacia los ricos, como si lo fueran siempre a costa de los pobres
Artículo publicado en El Correo (10/09/2024)
El presidente Pedro Sánchez ha inaugurado el curso político desplegando el índice de los programas de su Gobierno para los próximos tres años. Se ha detenido en la reforma del sistema de financiación con una puntualización pintoresca relativa a las clases adineradas. «Los niveles actuales de desigualdad –ha proclamado– son excesivos. Limitan nuestra libertad como individuos.
Se juega con las cartas marcadas. Por eso vamos a acotar los privilegios de las élites y vamos a gravar a los que tienen dinero para vivir cien vidas. Lo haremos para proteger a las clases trabajadoras de un sistema injusto». Sánchez suspira por una sociedad «con más autobuses públicos y menos Lamborghinis». El tópico secular del socialismo populista ha retornado en todo su esplendor, aunque solo sea por motivos tácticos, haciendo caso del dicho de que en circunstancias prebélicas no hay mejor defensa que un buen ataque.
La soflama del presidente hace aguas, no obstante, si nos detenemos brevemente en sus detalles. Antes de entrar en lo sustantivo de la crítica al ideario descalificador de los ricos y la riqueza, cabe prologarla con dos reflexiones breves pero enjundiosas de trabajadores altamente cualificados en la cosa económica. Mi admirado Ignacio Escañuela presenta una nota que une contradicción y sorpresa. «Me resultan curiosas –destaca– las críticas a productos de lujo realizadas por algunos políticos, combinadas con la defensa que hacen de que la empresas que los producen (o sus componentes) se instalen en el país y amplíen sus instalaciones y empleo». Casi nada. A su vez, mi buen amigo y colega Ignacio Marco-Gardoqui recuerda la evidencia del millón señalando que «los ricos son muy pocos, de lo contrario se llamarían clases medias». Además, advierte del peligro, a menudo mudado en siniestro, de que recaiga finalmente en las clases medias lo que se planificó gentilmente para un puñado de adinerados.
Son tan pocos que a los cien más ricos cabría citarlos de corrido. Por ejemplo, Amancio Ortega, que da trabajo a 165.000 personas, o Juan Roig, de Mercadona, que emplea a más de 100.000.
Rafael del Pino, también en la lista, emplea a 25.000 personas; Isak Andik, dueño de Mango, a 14.000. Empresarios de fortuna que arriesgan su patrimonio, generan puestos de trabajo, pagan impuestos al fisco y que, en consecuencia, deberían ser aplaudidos y no señalados tácitamente como los cooperadores de nuestra mediocre renta per cápita o de nuestra famélica productividad. Y ninguno de ellos vivirá cien vidas.
Naturalmente que lo expresado por Sánchez fue una licencia literaria que todos entendemos en el contexto de algo mucho más serio: el menosprecio doctrinal de fondo hacia los ricos y a la riqueza; algo así como que los ricos siempre lo son a costa de los pobres, que la renta es una magnitud constante, que la riqueza se acapara con buenas y también con malas artes. El presidente nunca ha dicho que para fabricar un coche de tope de gama se precise confiscar un número de vehículos a los pobres y desguazarlos. El tema va por otros derroteros.
En efecto. En España se vendieron 46 Lamborghinis el pasado año; 250 en la última década, equivalentes al 0,003% de las matriculaciones nacionales de vehículos a motor. Por cierto: del grupo Volkswagen, con fuerte presencia en nuestro país. Pero sonrían: por cada Lamborghini estándar vendido por 300.000 euros, Hacienda recauda 107.000 euros: 63.000 por IVA y 44.000 por matriculación. Con diez ejemplares vendidos Sánchez podría comprar uno de los autobuses eléctricos por los que suspira.
El debate sobre cómo gravar a los ricos es iterativo. Por ejemplo, en Estados Unidos también se han propuesto aumentos sobre las rentas de capital de los más ricos. En el Reino Unido se especula sobre posibles incrementos en el próximo Presupuesto, lo que ha llevado a los inversores a adoptar posiciones defensivas. Existen propuestas de alcance internacional, a debate.
Aumentar los impuestos –ya lo advirtió el economista Arthur Laffer– puede tener consecuencias indeseadas. Los inversionistas podrían optar por trasladar su capital y/o sede a países con tipos impositivos más bajos. El reto para los gobiernos es encontrar un equilibrio: recaudar ingresos sin sofocar la inversión y el empleo. Si los tipos son excesivamente elevados, el crecimiento económico podría verse afectado, perjudicando a toda la sociedad.
No debe olvidarse, finalmente, la teoría del derrame, aunque cuente con numerosos opositores: de la riqueza puntual de unos se desprenden, se derraman, beneficios para todos los circundantes.
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