Artículo publicado en El Diario Vasco (04/10/2024)
En una reciente comparecencia en el Congreso de los Diputados, el presidente del Gobierno informó sobre un «nuevo plan de acción por la democracia». «La democracia tiene viejos enemigos con nuevas y potentes herramientas», aseguró Pedro Sánchez, que citó la desinformación y los bulos o ‘fake news’ como los fenómenos que se están utilizando para debilitar las democracias en todo Occidente, también en España, mirando con el rabillo del ojo a los portadores de paja en ojo ajeno, esto es, a los medios de comunicación en la amplia franja que discurre desde los molestos a los indeseables, sin reparar, como dice el temible pasaje evangélico, en la viga en el ojo propio.
Así es si así os parece, como diría Pirandello. Veamos.
En la era de la información, las mentiras, las medias verdades y los bulos se han convertido en fenómenos inquietantes que amenazan la integridad del discurso general. Con la avalancha de mensajes a los que estamos expuestos a diario, resulta cada vez más complejo discernir la verdad de la ficción. Pero esta problemática se evidencia igualmente en el ámbito de la política, donde sus líderes bailan al ritmo de verdades acomodadas.
La desinformación, en su esencia, es un constructo que busca manipular la percepción de la realidad. Como una sombra que se desplaza en el contexto de la ubicuidad, los bulos son alimentados por quienes tienen la intención de amoldar el mundo real a su conveniencia. El fenómeno de las ‘fake news’ ha adquirido tal dimensión que se ha vuelto necesario preguntarnos: ¿A quién alcanza la responsabilidad de esta distorsión? ¿A determinados medios? ¿A las redes? ¿No es acaso también la política un estrado de colosal y sutil manejo de las promesas, de las mentiras y en definitiva de la información?
Cuando los políticos recurren a la desinformación para consolidar su poder, se conculca un principio moral de gran envergadura, por su responsabilidad y por el alcance de la difusión. Los discursos se convierten en herramientas retóricas que unas veces afirman falsedades y en otras ocasiones ocultan verdades incómodas. Como administrados, la responsabilidad de discernir entre lo verdadero y lo falso se nos escapa, nos hallamos desvalidos al no disponer de los recursos para verificar la honorabilidad de lo presentado.
Desde una perspectiva literaria, los bulos han sido tema recurrente en la narrativa histórica. Autores como George Orwell y Aldous Huxley han explorado las facetas de la manipulación en sus obras, advirtiendo sobre los peligros de una sociedad que cede ante la desinformación. ‘1984’, la célebre novela de Orwell, es un ácido recordatorio de cómo la manipulación de la verdad puede ser utilizada como herramienta de control social. En su mundo distópico, los hechos son alterados y reescritos para servir a los intereses del partido, creando un clima de desconfianza y paranoia.
La filosofía, a su vez, nos ofrece elementos para reflexionar sobre la verdad y la falsedad en nuestra vida cotidiana. Pensadores como Hannah Arendt han denunciado el peligro de la banalización de la verdad en el ámbito político. La desinformación no es solo un intento de engaño. También es una forma de fomentar la irresponsabilidad moral, invitando a cada individuo a rendirse en la búsqueda de la verdad. Al asumir paulatinamente la dinámica de los bulos, es claro que se diluye nuestra capacidad para actuar éticamente y, por ende, se socavan los fundamentos de la democracia. En esto dice bien el señor Sánchez, aunque ignoramos si fue tal su intención.
El fenómeno de los bulos y la desinformación se agrava aún más por el efecto de la posverdad, donde las emociones y creencias personales eclipsan los hechos objetivos. Este fenómeno ha llevado en nuestro país a una fractura social, donde básicamente dos comunidades se polarizan ante la realidad, aunque aquí jueguen también un importante papel el sentido de pertenencia o el interés pecuniario,entre otros factores. El diálogo se ofrece como pilar de reconstrucción, pero si el Gobierno y los gobernantes comienzan por no predicar con su ejemplo, malamente se restablecerá un sentido común compartido.
Como iniciativa de Bruselas, un plan de acción por la democracia tiene sentido. Lo pernicioso sería que el Gobierno, valiéndose de la coartada comunitaria, hiciera de su capa un sayo y discurra por donde le convenga.
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