El efecto que tienen las palabras importa y no parece ser la mejor elegida.
Artículo publicado en Expansión (24/03/2025)

De tanto escuchar el concepto retener el talento me siento confundida. Según la RAE, retener significa impedir que algo o alguien salga, se mueva o desaparezca. Como sinónimos, el diccionario recomienda verbos como raptar, secuestrar o detener; y como antónimos propone soltar, liberar o desprender. Después de la consulta, me temo que he confirmado mis sospechas y es que retener tiene mucho de negativo, de pérdida de libertad, de impedir, de falta de aire y de creatividad. Comprendo que la intención es justamente la contraria, la de que alguien se quede junto a nosotros en las organizaciones, que crezca, que se motive, que permanezca, pero las palabras importan, ¡vaya que si importan!
Las palabras no son neutras, pueden ser el mejor regalo, el mejor recuerdo, la mejor de las emociones. Y también puede calar hondo como el viento cortante de invierno, como un cuchillo afilado. El lenguaje y la comunicación son parte imprescindible de nuestras relaciones, detrás de los cuales subyace una de las fuerzas más transformadoras de nuestra sociedad. Y es que, al igual que una experiencia sensorial específica puede desencadenar recuerdos y emociones, la comunicación puede tener el mismo impacto y efecto.
Todo esto me lleva a la magdalena de Proust, un fenómeno memorístico que define la asociación cerebral en la cual una percepción, especialmente el olor, provoca y evoca un recuerdo de forma involuntaria. De forma magistral, Proust nos llevó a esa evocación en Por el camino de Swann, primer volumen, publicado en 1913, de los siete que componen En Busca del Tiempo Perdido. «Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y
devotos, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo».
El poder evocador de las palabras radica en su capacidad para transmitir significados y sensaciones que trascienden el mero acto de la comunicación. Ser conscientes de cómo usar las palabras es clave, y, sin embargo, nos olvidamos de su influencia. Y es que, con las palabras podemos informar, enamorar, vender, convencer, inspirar, emocionar y destruir. Por eso, deben usarse con la responsabilidad de quien sabe de su efecto, y la sensibilidad de quien bien conoce el bien que pueden hacer.
De puro básico, olvidamos que los diálogos internos deben ser sanos, positivos. No se trata de negar dificultades, sino de cuidarnos, de ser más resilientes. La forma en que nos hablamos a nosotros mismos puede tener un impacto significativo en nuestra calidad de vida. Comenzar por hablarnos bien es el primer paso. Escucho a menudo a personas que se dicen en alto que son inútiles. Siento dolor cuando esto ocurre. Las palabras son punzantes.
Si queremos atraer talento, que las personas se queden, tendremos que preguntarnos ¿cómo las hacemos sentir? ¿Qué mensaje estamos transmitiendo? Si buscamos compromiso, ¿por qué hablamos de retención en lugar de elección? Si lo que necesitamos es creatividad, ¿por qué usamos palabras que evocan límites?
Según Daniel H. Pink, autor entre otros de La sorprendente verdad sobre qué nos motiva (Gestión 2000),las personas nos sentimos motivadas por la autonomía (el control sobre nuestro trabajo), la maestría (la oportunidad de mejorar y desarrollar habilidades) y el propósito (un sentido de contribución a algo más grande que nosotros mismos). No se trata de retener, sino de proporcionar un entorno donde las personas puedan crecer y encontrar significado en su trabajo el tiempo que decidan estar en él. Cuidar implica establecer condiciones mínimas de respeto, bienestar y desarrollo. Si queremos que las personas se queden, primero debemos asegurarnos de que se quieren quedar.
Dejemos por tanto de hablar de retener y empecemos a usar conectar y fidelizar. Para competir en un entorno dinámico con transformaciones profundas se requiere un cambio radical y real en las creencias, las formas, las costumbres, los valores de la empresa, donde las personas líderes deben volcarse con sus equipos y adoptar una visión de mayor apertura y flexibilidad ante el cambio. No basta con un leadership washing, un restyling, una limpieza de fachada. Se necesitan acciones reales y genuinas para cultivar una forma de gestionar y liderar que inspire, motive y guíe a las personas de manera efectiva. Por eso los detalles afectan, las palabras importan.
La gestión de personas tiene el poder de determinar el éxito de las organizaciones. El contexto actual, con su vertiginoso y voraz avance tecnológico y la necesidad de nuevas formas de trabajar y casi vivir, plantea profundos desafíos para atraer talento de personas que desean compartir, aportar y sentir que son parte de algo más grande. Pero quizás lo primero que debemos cambiar es cómo nos referimos a las cosas. Si realmente queremos transformar las reglas del juego, comencemos por eso porque las palabras importan.
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