Artículo publicado en El Correo (05/05/2025)

La corrupción sigue figurando como una lacra en todas las sociedades y también en la española. El último ‘Índice de Percepción de la Corrupción’ (IPC) de 2024, publicado por ‘Transparency International’ (TI), presenta un retroceso preocupante en nuestro país: España ha descendido cuatro puntos, situándose en 56 sobre 100 y bajando diez posiciones en la clasificación mundial hasta el puesto 46 de 180 países.
Antes de proseguir, convendrá detenerse en la fiabilidad de Transparency International. Fundada en 1993, esta ONG se ha convertido en referencia para la medición y denuncia de la corrupción. Su independencia, su cobertura mundial y su metodología basada en encuestas a expertos y empresarios le han otorgado una autoridad considerable. No obstante, el IPC mide ‘percepciones’ de corrupción, esto es, opiniones, no hechos jurídicamente probados, lo cual introduce un inevitable margen de subjetividad. Aun así, es aceptado como brújula por gobiernos e instituciones. TI define la corrupción como «el abuso de un poder delegado en beneficio de pocos». La corrupción erosiona la confianza, debilita la democracia, obstaculiza el desarrollo económico y exacerba la desigualdad, la pobreza, la división social y la crisis ambiental.
En el caso de España, el retroceso no es anecdótico. Desde el máximo alcanzado en 2019, con 62 puntos, el deterioro ha sido progresivo. La edición 2024 lo atribuye al estancamiento en las reformas, a la politización partidista de instituciones clave y a la falta de transparencia en la gestión pública. El debilitamiento de organismos de control en algunas comunidades autónomas y los reiterados y sonoros escándalos que afectan a responsables públicos.
Comparativamente, España se aleja de los referentes europeos. Mientras países como Dinamarca, Finlandia o Suecia se mantienen en cabeza –con puntuaciones superiores a 80–, nuestro país se sitúa por debajo de la media de Europa Occidental y la Unión Europea, que ronda los 66 puntos. Incluso naciones tradicionalmente menos aventajadas, como Portugal, presentan hoy índices mejores que los nuestros.
Este deterioro institucional contrasta con la escasa preocupación que manifiesta la ciudadanía española. Según un reciente barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la corrupción y el fraude ocupan apenas el noveno lugar entre los principales problemas percibidos por los ciudadanos, con un 10,6% de menciones, lejos de la vivienda (22,3%), el paro (18,7%) y la crisis económica (17,6%). Aunque la inquietud por la corrupción ha aumentado ligeramente respecto a meses anteriores –en parte debido a recientes escándalos judiciales–, sigue sin figurar entre las prioridades.
Esta desconexión entre la gravedad objetiva del fenómeno y la percepción social contribuye, sin duda, a su persistencia. La corrupción en España no escandaliza en exceso a sus moradores, lo que reduce la presión social imprescindible para impulsar reformas.
La corrupción adopta múltiples formas: desde servidores públicos que exigen o reciben favores a cambio de servicios, hasta políticos que desvían fondos públicos u otorgan contratos a sus allegados. Empresas que sobornan para lograr licitaciones, profesionales que facilitan operaciones opacas o sistemas financieros diseñados para ocultar riqueza ilícita son igualmente protagonistas. La corrupción prolifera en sectores variados —salud, educación, infraestructuras o deporte— y evoluciona al amparo de cambios legislativos, tecnológicos o institucionales. Se trata, en definitiva, de un fenómeno versátil y resistente que encuentra siempre nuevas vías de expresión.
La reacción política ante los datos tampoco invita al optimismo. En lugar de asumir la gravedad y comprometerse a corregir las deficiencias, algunas voces gubernamentales han optado por desacreditar al mensajero, cuestionando la imparcialidad de la organización.
La corrupción no es solo un fenómeno judicial ni una cuestión de imagen exterior. Combatirla exige voluntad política, robustez institucional y compromiso ciudadano. No basta con proclamar tolerancia cero; es preciso reforzar los mecanismos de control, proteger a los denunciantes, garantizar la independencia judicial y promover una cultura de transparencia. La mejora en la percepción internacional no llegará por casualidad ni por decreto, sino como fruto de una regeneración efectiva que hoy, lamentablemente, sigue pendiente y cada año se aleja un poco más.
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