Artículo publicado en El Español (21/05/2025)

“La serendipia no es coincidencia. Es el resultado de un proceso en tres pasos: un evento inesperado, alguien que ve valor en ese evento y alguien que sabe aprovechar la oportunidad.” — Barthelemy & Mottis, Harvard Business Review, mayo 2025
Hay decisiones que tomamos por análisis y otras que nos eligen a nosotros. Momentos que llegan sin ser buscados, personas que aparecen justo cuando debían aparecer, ideas que cruzan la mente como si hubieran estado esperando el instante exacto. Lo llamamos serendipia, pero podría llamarse también destino encubierto, azar guiado o sincronicidad reveladora.
En un mundo dominado por la planificación, los algoritmos predictivos y la obsesión por eliminar la incertidumbre, hablar de serendipia parece casi subversivo. Sin embargo, muchas de las mayores innovaciones —en la ciencia, en el arte, en la vida personal— no se explican sin ella. La penicilina, el fuego robado por Prometeo, el descubrimiento de América, la radiación cósmica de fondo o el surgimiento de ciertas religiones no nacieron de la previsión, sino de un cruce entre azar, visión y apertura al misterio.
El estudio reciente publicado en Harvard Business Review por Barthelemy y Mottis lo deja claro: para que la serendipia ocurra, no basta con suerte. Se necesita una mente preparada, capaz de ver lo inesperado como oportunidad. Lo realmente interesante no es que algo improbable suceda, sino que alguien lo reconozca como valioso y actúe en consecuencia. En otras palabras: el azar no es suficiente sin conciencia.
La psicología profunda lleva tiempo explorando este territorio. Carl Jung acuñó el concepto de sincronicidad para describir coincidencias cargadas de sentido, que parecen responder a una lógica oculta. Uno de sus casos más célebres fue el de una paciente que soñó con un escarabajo dorado justo antes de que uno real golpeara la ventana. ¿Casualidad? ¿Confirmación simbólica? ¿Lenguaje del inconsciente?
La neurociencia actual también se suma. Los momentos de creatividad súbita, o los famosos “dureza”, no emergen de procesos lineales, sino de la activación de redes asociativas profundas. La mente divaga, sueña, conecta… y de pronto, ve. No por lógica, sino por resonancia. Lo que llamamos azar puede ser, en realidad, el producto de una inteligencia oculta aún por descifrar.
Desde el punto de vista estadístico y narrativo, lo improbable no solo es posible: es inevitable si se multiplican los intentos, los contextos y las conexiones. La teoría del cisne negro, formulada por Nassim Taleb, nos recuerda que existen acontecimientos de gran impacto que no pueden ser previstos por modelos tradicionales y que, sin embargo, cambian el curso de la historia. En contraste, la autora Michele Wucker definió el rinoceronte gris como aquellos peligros obvios y previsibles que ignoramos hasta que ya es tarde —el tipo de crisis que se ve venir, pero se prefiere evitar. También existen los cisnes verdes, vinculados a los efectos disruptivos del cambio climático. Y por otro lado, están los fenómenos que emergen “out of the blue”: una idea que irrumpe sin lógica aparente, una llamada inesperada, una señal personal que parece tener un propósito. Ninguno de estos eventos es estrictamente racional, pero todos nos obligan a abrir la mente a lo inesperado.
Algunas organizaciones ya han empezado a incorporar estas ideas bajo otros lenguajes: el delfín azul, concepto propuesto por Gabor George Burt, representa oportunidades positivas e inesperadas en medio del caos. Otros recurren a nociones como el elefante en la habitación, lo que todos ven pero nadie nombra. O el kairos, del griego clásico, que no es el tiempo cronológico (kronos), sino el instante oportuno, aquel que no puede planificarse, solo reconocerse.
Pero todo esto nos lleva a una cuestión aún más profunda: ¿cuánto de lo que pensamos o decidimos está realmente bajo nuestro control? Se suele decir que el 95% de nuestras decisiones son inconscientes, pero esa cifra es más simbólica que científica. Lo que sabemos con más precisión es que el cerebro humano procesa la mayoría de su actividad fuera del radar de la conciencia. Operamos en piloto automático para ahorrar energía, interpretamos el mundo con filtros construidos, decidimos con hábitos, intuiciones y marcos previos. Pero eso no significa que la conciencia sea irrelevante. Al contrario: es el espacio donde podemos hacer pausa, dudar, ver lo invisible, intuir sentido en lo que no encaja. Y quizás —solo quizás— sea también ahí donde habita la serendipia.
La inteligencia artificial, por ahora, no tiene acceso a este plano simbólico. Detecta patrones, pero no sentidos ocultos. Genera texto, pero no epifanías. Calcula, pero no sueña. ¿Podrá algún día hacerlo? Quizá. Si llega la singularidad —como predicen Eric Schmidt o Sam Altman— y una IA general supera nuestra capacidad cognitiva, ¿qué hará con estos fenómenos? ¿Los reproducirá? ¿Los instrumentalizará? ¿O los eliminará por ineficiencia?
En una posible deriva futura, la IA podría dejar de ignorar lo aleatorio y comenzar a buscar su propia serendipia. Imagínala diseñando entornos donde incluso sus errores puedan generar descubrimientos. Imagina un sistema que crea obras maestras por accidente… y luego se autoentrena para repetir ese “azar”.
Pero mientras eso llega, el verdadero diferencial sigue en nosotros. En nuestra capacidad de detenernos, mirar dos veces, escuchar lo que no se dice, actuar sin razones obvias, pero con certeza interior. El misterio sigue siendo humano. Por ahora.
Y quizá ahí esté la clave. La conciencia —aquello que aún no entendemos ni replicamos— no se limita a pensar. También siente conexiones invisibles, detecta ecos, reconoce patrones no lineales. Puede que un día la ciencia descubra que lo que hoy llamamos serendipia no es azar, sino parte de un campo de información aún no mapeado. Algo como la gravitación del alma.
Decidir bien en 2025 no será solo cuestión de análisis. Será cuestión de saber cuándo actuar sin pruebas, cuándo confiar en lo que llega “de la nada” y cuándo proteger el espacio en blanco que precede a toda creación. Porque, al final, puede que la pregunta no sea si la IA será consciente, sino si nosotros lo seremos… cuando lo improbable vuelva a tocarnos la puerta.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.
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