Artículo publicado en El Correo (02/06/2025)

El fenómeno migratorio es tan antiguo como la humanidad. Lo que marca la diferencia hoy es su magnitud y su determinación. Una marea humana busca con afán un trueque comprensible: esperanza a cambio de desesperanza. Un viaje desde las fronteras demográficas hacia los principales reclamos de bienestar del planeta.
La población mundial ha superado los 8.200 millones de personas, de las cuales más de 6.500 millones viven en países emergentes o de ingresos de subsistencia. Si tomamos como referencia a los países desarrollados —Estados Unidos, Europa, Japón, Canadá, Australia— no superan en su totalidad los mil millones de habitantes. A este bloque se orientan quienes buscan una vida mejor. Pero la presión migratoria de 6.500 millones sobre 1.000 no es solo desproporcionada, es un imposible.
España vive este fenómeno con perplejidad. Según datos recientes, siete de cada diez empleos creados en nuestro país en lo que va de año han sido ocupados por extranjeros. Desde 2019, el empleo extranjero ha crecido un 47%, frente al 3,6% del empleo nacional. Una cifra que, sin caer en dramatismos, debería guiarnos a la imperiosa necesidad de poner orden en este ámbito. Porque el fenómeno migratorio tiene muchas caras, y todas merecen atención.
La más visible es cuantitativa: la inmigración aporta mano de obra, rejuvenece la pirámide poblacional y sostiene, al menos a corto plazo, la actividad económica. España tiene una tasa de fecundidad de 1,2 hijos por mujer, muy por debajo del nivel de reemplazo. Sin inmigración, el declive demográfico sería catastrófico. En este sentido, el flujo exterior representa una inyección vital y, en algunos sectores, es insustituible.
Pero hay otra dimensión, últimamente más debatida, que es la cualitativa. ¿Qué tipo de inmigración estamos acogiendo? ¿Cuáles son sus niveles de cualificación, su grado de integración, su aportación neta al sistema productivo y al fiscal? No es fácil obtener respuestas claras. La inmigración masiva puede resolver urgencias de corto plazo, pero también puede consolidar modelos de trabajo de bajo valor añadido. El resultado no siempre es progreso: a veces es simple subsistencia. Y eso trae consecuencias adversas.
Existe, además, una dificultad objetiva en atraer talento. Muchos países del Sur forman adecuadamente a sus profesionales, pero son incapaces de retenerlos. En este caso, las élites bien formadas buscarán dónde desarrollar su talento en las mejores condiciones. España es poco atractiva para trabajadores cualificados. Nuestra fiscalidad, burocracia, oferta universitaria y proyección internacional poco competitivas nos sitúan muy por debajo de destinos como Canadá, Estados Unidos, Australia o Singapur. Así, la inmigración que recibimos es mayoritariamente de perfil modesto, aunque ello no impide que cubra con éxito carencias evidentes en sectores como la construcción, la agricultura o los cuidados.
En este punto aparece un factor político que contamina el análisis. La migración está teñida de un tono moral y partidista que reduce el debate a una falsa dicotomía: o se está a favor o en contra. Esa lógica sofoca cualquier matización. No se trata de cerrar fronteras ni de abrirlas sin control, sino de ordenar los flujos, regular su intensidad y elevar, en su caso, la calidad. Es legítimo juzgar la inmigración que acogemos. Lo que no es legítimo es convertir en xenofobia cualquier debate sobre el modelo laboral que aspiramos a preservar.
En este contexto se sitúa un ejemplo controvertido: el presuntamente generoso ‘modelo Catar’. Una inmigración bien remunerada, sí, pero desarraigada, controlada hasta la asfixia, sin derechos de ciudadanía y orientada exclusivamente a las exigencias de la producción. Es preciso huir activamente de ese modelo y pensar en otras alternativas.
Las políticas migratorias deben incluirse en el proyecto vigente de país. No se trata solo de llenar vacíos demográficos o cubrir tareas que los nacionales no desean. Se trata de integrar ciudadanía desde la base y de fortalecer un modelo económico sostenible. La inmigración representa una de las cuestiones estructurales más decisivas de las próximas décadas. España necesita imperiosamente inmigrantes. Pero no cualquier inmigración, ni en cualquier cantidad. Necesitamos personas que asuman unos valores de país innegociables, que respeten, que sean respetadas y que sumen.
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