La democracia exige reglas claras y, sobre todo, una ciudadanía que no tolere la impunidad
Artículo publicado en El Correo (23/06/2025)

Hay días en que el aire se vuelve espeso, cargado de un bochorno que no se refleja en los grados del termómetro. Es el peso de la decepción, la sombra de una verdad mancillada. Los recientes hallazgos del Informe UCO, que señalan a figuras destacadas de la política española en presuntos actos de corrupción, han sacudido a quienes aún creemos, porque debemos creer a toda costa, en la decencia como pilar de la convivencia. No es solo un escándalo más. Es un golpe directo al corazón de nuestra democracia, un recordatorio de que la verdad, esa brújula que nos distingue como seres humanos capaces de separar el bien del mal, está en peligro.
Hace apenas unas semanas, en estas mismas páginas, se recogía el retroceso de España en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 de Transparency International. Nuestro país, con 56 puntos y en el puesto 46 de 180, se deslizaba hacia un lugar indigno para una democracia europea. Hablábamos entonces de la politización de las instituciones, del estancamiento en las reformas y de una ciudadanía que, sorprendentemente, según se desprendía de las encuestas, no situaba la corrupción entre sus preocupaciones principales. Hoy, sin embargo, el tono debe cambiar. No cabe escribir con la asepsia del analista. Hoy toca hablar como ciudadano, con la indignación contenida de quien ve cómo se resquebraja el pacto social que nos sostiene.
La corrupción no es un delito menor, un tropiezo administrativo o una anécdota para titulares efímeros. Es un abuso de poder que traiciona la confianza de quienes delegamos en nuestros representantes la gestión del bien común. Cuando el presidente Sánchez afirmó que “la verdad es lo posible”, cayó en un relativismo que desarma no solo la verdad democrática, sino la verdad misma. Si todo vale, si el discernimiento entre el bien y el mal se diluye en una ‘patada adelante’ y un ‘aquí no ha pasado nada’, estamos renunciando a lo que nos hace humanos: la capacidad de juzgar, de exigir, de no asumir la decadencia moral.
Los hechos destapados por la UCO no son solo nombres, contratos o cifras. Son la evidencia de un sistema que, en su perversión, permite que algunos confundan el servicio público con el beneficio privado. Desde las mordidas hasta el desvío de fondos o el favoritismo en las licitaciones, la corrupción adopta rostros diversos, pero todos tienen un denominador común: erosionan la democracia. Cada caso que sale a la luz es un recordatorio de que las instituciones, lejos de ser fortalezas inexpugnables, son vulnerables cuando quienes las dirigen olvidan que su poder es prestado, que no les pertenece como propio.
La democracia no es solo un sistema de gobierno, sino también un compromiso ético. Exige reglas claras, instituciones robustas y, sobre todo, una ciudadanía que no tolere la impunidad. Sin embargo, según el último barómetro del CIS, la corrupción apenas ocupa el noveno lugar entre las preocupaciones de los españoles, con un 10,6% de menciones, lejos de las primeras posiciones ocupadas por la vivienda o el paro. Esta desconexión es alarmante. Si los ciudadanos no exigimos rendición de cuentas, si aceptamos que la verdad es negociable, corremos el riesgo de normalizar lo inaceptable.
Combatir la corrupción requiere más que indignación. Exige voluntad política para fortalecer los mecanismos de control, proteger a los denunciantes y garantizar la independencia judicial. Exige, también, un compromiso ciudadano que no se conforme con titulares sensacionalistas ni se deje adormecer por la rutina de los escándalos. La mejora en nuestra percepción internacional, esa que Transparency International mide con rigor, no llegará por decreto. Será el fruto de una regeneración profunda, de un rechazo enérgico, frontal y colectivo a la idea de que la corrupción es un mal menor, inevitable.
No podemos seguir mirando a otro lado. La verdad no es negociable. La democracia no es un juego. Cada escándalo que se diluye sin consecuencias es un paso hacia la degradación de nuestra convivencia. Como ciudadanos, tenemos el deber de exigir que quienes nos representan actúen con la honestidad que merecemos. Porque si renunciamos a la verdad, si permitimos que el discernimiento se desvanezca, estaremos renunciando a nuestra esencia de seres racionales que distinguen sin titubeos la verdad de la mentira. Y eso, simplemente, es inasumible.
Deja una respuesta