Onda Cero Euskadi (30/06/2025)

Hay quien dice que el presidente del gobierno con 90.000 euros anuales cobra poco, que ciertos diputados que acumulan complementos y llegan a los 130.000 anuales demasiado. Hay quien critica con medias verdades ciertos servicios que se dan a los miembros del gobierno. Y hay quien se lleva las manos a la cabeza porque todo expresidente del gobierno tenga derecho a una pensión vitalicia al dejar el cargo. Lo cierto es que los cargos públicos españoles están en la parte baja de la tabla si los comparamos con sus homólogos europeos.
Pero entonces, ¿cobran mucho o cobran poco nuestros políticos? En abstracto, ni una cosa ni la otra. El debate no debería girar en torno a cuánto ganan, sino a si lo merecen. Si el desempeño de su cargo, el esfuerzo, la responsabilidad asumida y los resultados obtenidos justifican ese salario. Porque ser cargo público no es un premio. Es un oficio exigente, y para muchos, incompatible con el ejercicio de otras actividades profesionales. El régimen de incompatibilidades, la obligación de transparencia patrimonial, la rendición de cuentas y la constante exposición pública no son asuntos menores. De hecho, muchos de los mejores perfiles profesionales rehúyen la política por estas razones, y no por el sueldo.
Sin embargo, desde hace unos años, hemos asistido a un fenómeno curioso: la política no se ha profesionalizado en el sentido noble del término, sino que se ha “laboralizado”. El político ya no es tanto un servidor público independiente, con trayectoria previa y responsabilidades claras, sino más bien un trabajador de su partido. Tiene jefes, tiene nómina, tiene destino y lo cambian de un lado a otro según convenga. Este perfil siempre ha existido en los partidos y, dada la dinámica de funcionamiento de nuestra democracia que descansa en el pluralismo político y en la necesidad de que exista una variedad de opciones políticas, es necesario que los partidos dispongan de un cierto número de personas que atiendan a su funcionamiento, ejerzan liderazgos y cubran ciertos perfiles. Pero en los últimos años, esta excepción se ha convertido en la regla general.
Un diputado autonómico puede pasar a director general, luego a senador, después a consejero en una empresa pública, volver al parlamento y, tal vez, acabar como asesor o presidente de una empresa pública si es que no había hueco en una embajada. Todo ello se enmarca en una dinámica de cambios de destino que, sin embargo, le aseguran siempre un empleo, un trabajo, una nómina. La normativa aplicable a estos puestos ha ido igualmente cambiando hasta asemejarse a la del trabajador por cuenta ajena, con cotización a la Seguridad social e incluso derecho al paro o cesantía, como cualquier trabajador.
Esta laboralización hace que los críticos del sistema político actual vean el paso por las instituciones como una carrera de fondo dentro del organigrama del partido, donde el mérito ya no es el conocimiento o la experiencia, sino la lealtad, la disponibilidad y la obediencia. La vocación pública queda supeditada al esquema laboral interno de la maquinaria partidista.
Esta situación tiene una vertiente interna y una externa. La interna se observa cuando se aproxima una convocatoria electoral y los procesos de elaboración de listas se llegan a convertir en luchas intestinas por mantener una nómina, más que por ejercer mejor o peor un mandato representativo. La situación es más dramática en organizaciones con menos peso institucional o que puedan perder el gobierno. La vertiente externa tiene que ver con la imagen que se da. Los partidos mueven a veces a sus cuadros como piezas intercambiables: hoy concejal, mañana delegado del gobierno, pasado secretario de estado y el otro presidente de la empresa pública que gestiona el Uranio aunque se sea filósofo de formación. Más que expertos en todo, estos políticos se transforman en piezas funcionales que responden a una lógica organizativa interna. Y eso transmite un mensaje devastador: que no hace falta saber mucho del asunto para ejercer un cargo público.
Aquí es donde el malestar ciudadano cobra forma. La sensación de que los cargos públicos no están elegidos por mérito, sino “colocados” por su partido, de que la gestión política se ha banalizado, de que cualquiera puede ocupar un cargo sin cualificación si tiene el carné adecuado en el momento adecuado. Y en ese caldo de cultivo crecen las opciones radicales, mesiánicas, que prometen acabar de un plumazo con todos esos vicios del sistema. Porque cuando la política se transforma en un empleo de partido, pierde su esencia: representar a los ciudadanos con independencia, competencia y responsabilidad.
No se trata, por tanto, de si los políticos ganan mucho o poco. Se trata de si lo merecen. De si están capacitados para lo que hacen. De si se someten al escrutinio ciudadano con honestidad. De si su trabajo sirve al bien común o solo al interés de su organización. La laboralización de la política, en lugar de profesionalizarla, está minando su credibilidad y abriendo la puerta al descrédito institucional.
Así pues, la pregunta que debemos hacernos no es cuánto cobran nuestros políticos, sino si están a la altura de esa responsabilidad. Porque si no lo están, cualquier sueldo será demasiado alto.
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