La artista se colocó en el centro de las miradas sin ser encasillada, sin pedir permiso.
📍Publicado en: Expansión – Directivos en Verano.
🗓️ Fecha: 18 de agosto de 2025.

Tamara Rozalia Gurwik-Górska nació en Varsovia. O quizás en Moscú. O en San Petersburgo. O dónde y en el año que ella inventara, porque además de arte, creó a su Tamara de Lempicka, una figura envuelta en misterio, escándalo y estilo. Repintó y decoró lo que le apeteció en su propia biografía, y disfrutó de hacerlo con esa faceta teatral que fue compañera de vida. Se crió en un entorno femenino fuerte, con dos mujeres que marcaron su vida y su carácter: su madre Malvine Dekler y su abuela Klementyna Dekler. Con su abuela viajó a Roma y a Florencia a visitar museos, y es allí donde Tamara de Lempicka se enamora del arte. En un mundo que aún no sabía cómo mirar a una mujer ambiciosa sin escandalizarse, la artista se colocó en el centro de las miradas, en el centro de la escena sin ser encasillada, sin pedir permiso. Lo sabía, y sabía alimentar al personaje.
Puso sofisticación a todo lo que creaba, como un paseo majestuoso por las páginas de El Gran Gatsby. Estudió arte. Pintó en la época de entreguerras y todo lo que creaba estaba rodeado de glamour y lujo, como su propia vida acomodada, fragmentada por la revolución en la Rusia prerevolucionaria. Casada con el aristócrata Tadeusz Łempicki, llevando una vida perfecta, su mundo se desmoronó en 1917 cuando su marido fue arrestado por los bolcheviques. Tamara de Lempicka y su hija huyen a París, y allí utilizó sus contactos para liberarlo. Y es en París donde la necesidad de reinventarse y no depender de nadie exigió de Tamara de Lempicka su talento creador.
Allí empezó su segunda vida. O su tercera. O la primera que realmente eligió, una vez más, con una puesta en escena impecable. “Vivo al margen de la sociedad”, afirmaba. Pintó, y su técnica personal la convirtió en la pintora del momento entre las altas esferas y las celebridades, en la dama del art déco y de las grandes fiestas. Pintó con Wagner a todo volumen como banda sonora.
La gran olvidada
Tamara de Lempicka revolucionó el arte y sus cuadros se convirtieron en iconos. Y también revolucionó el mundo femenino porque lo pintó con osadía, con valentía. Y sin embargo el mundo la olvidó, olvidó a “una de las pintoras con más fuerza del siglo XX y que, por otra parte, ha La pintora Tamara de Lempicka. sido una de las más olvidadas”, tal y como afirma Laura Claridge, biógrafa y doctora en literatura (especializada en Romanticismo británico y teoría literaria por la Universidad de Maryland) en su libro Tamara de Lempicka, una vida de déco y decadencia (cuya segunda edición revisada está a punto de publicarse). Y es que, como afirma Claridge, “la artista se negó a cortejar a la vanguardia, pero paseó su actitud desafiante por las tertulias de los cafés si bien es evidente que estos procederes frívolos indujeron a otros artistas a infravalorar su talento”.
Diría Gioia Mori, una de las grandes expertas en la artista, profesora de Historia del Arte Contemporáneo en la Academia de Bellas Artes de Roma, que “el personaje mató a la artista”. Era profunda y auténticamente moderna en su forma de vivir, de crear y de amar. Amó a hombres y a mujeres con la misma libertad con la que pintaba: sinexcusas, sin explicaciones. “Era una mujer que elegía quién quería ser”, afirmó Mori.
En 1934, tras divorciarse de Łempicki, se casó con el barón judío Raoul Kuffner, y emigraron a Estados Unidos ante el ascenso del nazismo. Y de nuevo tuvo que crearse, crear el nuevo personaje, un nuevo círculo, una nueva historia. Pero el mundo del arte se volvió abstracto y nada tenía que ver –aunque lo intentó– con su lujo. Su vida dio nuevos giros. Viuda en 1961, Tamara de LemSe crió en un entorno femenino fuerte, con dos mujeres que marcaron su vida y su carácter Estudió arte y pintó en la época de entreguerras; todo lo que creaba estaba rodeado de glamour y lujo picka se trasladó primero a Houston, luego a Cuernavaca, México. Allí, vivió sus últimos años. Pintaba menos. La crítica aún no la redescubría.
Afirma su bisnieta Marisa de Lempicka: “Realmente fue una mujer y una artista hecha a sí misma. Hoy sería una estrella en Instagram. Fue una mujer única”.
En 1980 cayó el telón de la vida de Tamara de Lempicka. Porque incluso su muerte fue un gesto artístico, su acto final. Sus cenizas fueron esparcidas en el cráter del Popocatépetl. “Recorrer hoy el trayecto de setenta minutos a través de la carretera que une la ciudad de México con Cuernavaca bajo el volcán que no cesa un momento de humear revela de manera evidente por qué la pintora consideró este paraje, uno de los más hermosos de la tierra”, escribió en su biografía Claridge.
Dejó este mundo como vivió: con intensidad, con teatralidad, con belleza. “Justificaba su renuncia a responder preguntas sobre su pasado alegando que lo importante era su arte y que la gente no debía confundir su vida personal con su obra de creación”, afirma en su biógrafa Claridge.
Pero la gente lo confundió, confundió todo. Y juzgó. Tras su muerte, The Guardian escribía: “Tenía una belleza que suspendía el aliento. Tamara de Lempicka hizo muchos retratos impresionantes, la mayoría en la década 1925-1935, obras que sin duda tienen que ser desenterradas todavía de las colecciones privadas…”. Y a partir de ahí los precios a los que se cotizaban sus obras siguieron subiendo.
Tamara de Lempicka vivió y pintó a contracorriente, se reinventó una y otra vez. Eligió decidir, tomar las riendas de su vida, y salir a escena, aun arriesgando no ser entendida, escogiendo ser fiel a sí misma. Escogiendo ser libre. Aquí y ahora, donde la presión por encajar nos hace más frágiles, más iguales, mirar a la artista es un acto de valentía, es recordar que siempre podemos volver a escoger la libertad de ser quien queremos ser. Siempre podemos cambiar el guión. “No existen los milagros. Sólo existe lo que tú creas”, aseveraba Tamara de Lempicka.
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