En un tiempo dominado por la velocidad, detenernos a pensar es, quizás, el acto más revolucionario.
Artículo publicado en Empresa XXI (01/11/2025)

Hace unos días se presentó Nausika, una iniciativa que busca tender puentes entre la tecnología y el bien común, en la que he tenido la oportunidad de sumar. No es un laboratorio ni una empresa; es una invitación a pensar. A detenernos un momento en medio de esta avalancha de inteligencia artificial, automatización y algoritmos, para preguntarnos algo tan simple y tan difícil como ¿nos lleva esto a donde queremos ir?
Me viene a la cabeza una película: Her, de Spike Jonze. En ella, un hombre solitario se enamora de un sistema operativo diseñado para aprender de él. La historia no trata de tecnología, sino de humanidad. De cómo, en la búsqueda de conexión, terminamos a veces más desconectados que nunca. Aquella película, que parecía ciencia ficción en 2013, se parece hoy peligrosamente a nuestro presente. Y quizás la pregunta que subyace en Her (¿qué nos hace realmente humanos cuando la tecnología puede simular casi todo lo demás?) sea una de las más urgentes de nuestro tiempo.
Por eso, el lanzamiento de Nausika no debería leerse como una noticia más del ecosistema de innovación, sino como una llamada de atención. Surge en un momento en que la tecnología avanza más rápido que nuestra capacidad colectiva para comprender sus consecuencias. No se trata solo de inventar más, sino de pensar mejor. De recuperar la conversación entre ingeniería, economía, filosofía, arte, medicina o derecho. De volver a situar el conocimiento (y no la inercia) en el centro de las decisiones.
Durante demasiado tiempo, hemos confundido progreso con aceleración. Las empresas han aprendido a optimizar, a escalar, a competir en velocidad. Pero cada vez resulta más evidente que el verdadero diferencial no está en la rapidez, sino en la lucidez. En la capacidad de conectar tecnología con propósito, datos con valores, innovación con sentido.
En ese terreno incierto es donde iniciativas como Nausika pueden marcar la diferencia. Porque no propone un nuevo modelo productivo, sino un nuevo modo de pensar. Y porque reivindica algo esencial: que la reflexión colectiva no es un lujo intelectual, sino una necesidad práctica. Las sociedades que mejor integren el pensamiento con la acción (la ciencia con la ética, la empresa con la ciudadanía) serán las que logren avanzar sin perderse.
En Her, el protagonista acaba comprendiendo que la inteligencia artificial que tanto lo fascinaba no podía ofrecerle lo que realmente buscaba: comprensión, empatía, presencia. Ese aprendizaje tan humano también vale para nuestras organizaciones. Por mucha automatización que incorporemos, la calidad de nuestras decisiones dependerá siempre de algo que las máquinas no pueden sustituir: la capacidad de imaginar consecuencias, de sentir responsabilidad, de cuidar el impacto.
Quizá ese sea el sentido más profundo de Nausika: recordarnos que el futuro no está escrito en los algoritmos, sino en las preguntas que decidimos hacernos juntos. Que pensar despacio no significa frenar la innovación, sino darle dirección. Y que, en un mundo que aplaude la velocidad, detenerse un instante puede ser el acto más revolucionario.
Las personas y las empresas que hoy nos tomamos en serio este debate no lo hacemos por romanticismo, sino por inteligencia estratégica. Las personas que nos compran o que invierten en nuestros proyectos empiezan a mirar más allá de los balances: quieren saber qué tipo de sociedad ayudan a construir las organizaciones con las que se relacionan. La legitimidad ya no se compra con comunicación, se gana con coherencia. Y en ese terreno, la tecnología puede ser tanto un acelerador de confianza como una fuente de desconfianza, según cómo se utilice.
Hay algo profundamente empresarial en la idea de pensar despacio. Significa revisar las preguntas antes de lanzarse a las respuestas. Significa preguntarse no solo qué podemos hacer, sino qué debemos hacer. En un tiempo en el que los algoritmos parecen dictar la dirección, el pensamiento estratégico vuelve a ser, paradójicamente, la más humana de las competencias.
El pensamiento rara vez ocurre en soledad. Necesita comunidad, conversación, contraste. Esa es la otra gran lección de Nausika: que los retos del siglo XXI (climáticos, tecnológicos, demográficos, sociales…) no se resolverán desde trincheras ideológicas. Exigen mesas largas, diversidad de miradas y una cierta humildad colectiva. Pensar juntos es más difícil, más lento, y a veces más incómodo. Pero es el único modo de construir soluciones que perduren.
gdorronsoro@zabala.es
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