Artículo publicado en El Correo (24/09/2022)
Quienes me conocen o me lean sabrán que soy más francófilo que anglófilo. Me formé en Lovaina, poco antes de su traslado a Lovaina la Nueva, y guardo un cariño, un recuerdo y un agradecimiento imborrables a la Universidad que me formó, a los amigos de aquellos años y las experiencias que viví son parte esencial de mi trayectoria vital.
No soy monárquico. Entiendo que una historia en la que una familia, los Borbón en España, los Windsor en Gran Bretaña, han superado hace siglos a otras familias para hacerse con el poder y el símbolo de un país, es una antigualla. Creo que una república refleja mucho mejor la representación de la soberanía del pueblo. Pero siempre me ha impresionado que pueblos profundamente democráticos desde hace siglos sigan manteniendo sus monarquías. En Europa, en la actualidad, hay 43 Estados, de los cuales diez con monarquía hereditaria: Bélgica, Dinamarca, España, Países Bajos, Noruega, Suecia, Reino Unido, Luxemburgo, Mónaco y Liechtenstein.
En estos momentos en España, a cuenta de los ‘asuntos’ del rey emérito, el tema adquiere relevancia. Pero la cuestión de fondo, a mi juicio, es otra: en los tiempos en los que el auténtico soberano (al menos sobre el papel) es el pueblo, ¿cómo legitimar una monarquía hereditaria, aun bajo la fórmula de monarquía constitucional? De entrada, parece un anacronismo y la república más acorde a los tiempos con los mecanismos de representación que, precisamente, la soberanía popular determine.
Pero, insisto, llama la atención la lista de Estados europeos con monarquía. Son países de raigambre democrática y, en la actualidad, pienso en los nórdicos por ejemplo, en la punta de la modernidad y, para muchos, modelos de bienestar social… hasta hace poco, donde la extrema derecha gana enteros. Son monarquías con escasa capacidad decisoria, pero con gran apoyo popular.
Escribo la noche del viernes 16, viendo en la televisión el larguísimo cortejo de ciudadanos que muestran su cariño y reverencia ante el catafalco de su reina durante 70 años, Isabel II. Es un hecho sociológico muy relevante. Veo a mucha gente adolescente y mucho joven. Mujeres y hombres. Chicas y chicos. Quizá porque ‘la noche es joven’. También personas mayores. Adultas y de edad avanzada. Pero no en silla de ruedas. Tienen que bajar muchos escalones. Unos hacen la señal de la cruz. Otros se llevan la mano al pecho, otros envían un beso con la mano a su reina. La mayoría son blancos, pero veo también negros y gentes originarias de fuera de las islas. Muchos y muchas inclinan la cabeza e incluso doblan la rodilla. Son muchos también los que se detienen unos segundos y miran con emoción el catafalco. Un militar de uniforme se cuadra y saluda. No uno ni dos se secan las lágrimas. Muchas personas buscan un resquicio entre tanta gente para inclinar la cabeza. Hay un silencio total. Solo se escucha el deambular de la gente. No sé si hay un caso similar en la historia del Occidente europeo.
He de confesar que me ha emocionado. La relación de un pueblo, de gran parte del pueblo británico con la reina Isabel, lo repito, tiene una gran relevancia sociológica y política.
¿Se trata de reconocer el trabajo de una mujer a la cabeza de sus reinos, también el de Escocia en gran medida independentista? ¿Es el resultado de la historia de una de las monarquías más longevas? ¿Es consecuencia de la gran cobertura mediática? Pero hace muchos años que aprendí que los medios, más allá de sus legítimas ideologías, aunque sin olvidarlas, son una empresa. Y como tal, deben vender sus productos, lo que exige que, a sus lectores, oyentes y televidentes deben proporcionar algo que saben que les puede entretener y gustar. Algunos, quizá, pensaran en una cuestión de soporte a la monarquía y a la estabilidad política de Gran Bretaña, máxime en los actuales momentos tormentosos.
Habrá algo de todo esto, pero subrayo el dato bruto de una sociedad que, en plena noche, desfila en silencio mostrando su gratitud a la que fue su reina. Y a todo un pueblo no se le engaña. La emoción de tanta gente es la mejor prueba de la relación de la gente con su reina.
Pero hoy no quiero detenerme en las ventajas e inconvenientes de las monarquías frente a las repúblicas. Ya he dado arriba mi sentimiento al respecto. Simplemente quiero subrayar que estamos viviendo algo realmente insólito en nuestros tiempos. Estos últimos días hemos podido constatar la cercanía y, más aún, el cariño de un pueblo por la cabeza visible del poder, la reina Isabel en este caso, quien conoció en su mandato a trece primeros ministros.
He debido de ver unos cinco o seis cambios de guardia. Majestuosidad. Sobriedad. Emoción. Unción. Historia. Son la una y treinta minutos de la noche. Apago la televisión. He vivido, en hora y media, una historia que refleja y prolonga una identidad. Y lo digo con una pizca de envidia.
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