Artículo publicado en El Correo (15/01/2023)
Escribí recientemente en estas páginas sobre tres valores dominantes en nuestros días: el dinero, la seguridad y la digitalización. Los dos primeros son deseados por la gran mayoría. La era digital es una realidad que, queramos o no, está ahí.
Tiene aspectos positivos, pero otros negativos. Como positivo, señalaría la capacidad de los investigadores para acceder digitalmente a tantos artículos de revistas científicas y trabajar sobre ellos. Como negativo, la realidad de las brechas digitales y el necesario control de lo que visionan los menores. Pero puede ser nefasta para todas las personas; sobre todo, las más conocidas socialmente.
Eusko Ikaskuntza organizó hace años un congreso internacional que tituló ‘Del ágora a la ciberplaza’. Participé en una mesa redonda para debatir sobre lo que denominaron «linchamiento digital». Nos lo presentaban diciendo que es fácil encontrar en la actual era digital un aluvión de críticas, a menudo insultantes o con intención de humillar, que pueden tocar a cualquiera y lo pueden aniquilar.
Se conocen ya muchos casos donde se promueven grandes campañas mediáticas, tipo ‘lapidación digital’, contra personas famosas y no famosas que se mueven por la red. No podemos olvidar que la red es la gran plaza del mundo. Y, cuando la ira/ enojo se dirige a personas individuales, es muy difícil evitarla en la era digital pública. Ante esta situación, ¿qué papel han de jugar el orden jurídico-social y la sociedad frente a la difamación?
La red es la gran plaza del mundo, se dice. Sí, pero una de las tantas plazas del mundo. Algunos no estamos en esa plaza más que esporádicamente. El que está y su vida transcurre con afición por esa plaza debería saber las reglas que rigen en ella. Parece que hay victimarios redomados que incluso pueden atacar a los que menos la frecuentan.
La demonización es consecuencia de un victimario que aguarda expectante, en la sombra de las redes sociales, cualquier desliz. No discrimina usuarios. Concentra su atención en las personalidades públicas, o concurrentes en negocios, pero extiende su acción hasta la más ignota persona. Guillermo Foucé, profesor de Psicología de la Complutense de Madrid, habla de «troles profesionales». Grupos de personas «que se pasan todo el día en Facebook o Twitter, y que constantemente juegan a eso». En ocasiones, afirma, incluso viven de ello. Es el caso de «personas contratadas por otras que quieren generar tendencia, crear una historia viral o perseguir a un determinado personaje. Los que están más profesionalizados manejan varios perfiles».
Soy muy sensible al anonimato. No creo haber escrito nunca un anónimo. Siempre firmo lo que escribo. Jamás contesto a un anónimo que se cuela en los comentarios a mis artículos. Me pregunto qué validez tiene una conversación en la que no sabes con quién estás hablando. El anonimato «revestido de identidades de fantasía, sumado a la distancia virtual entre el victimario y la víctima, refuerza la sensación de impunidad que creen tener los agresores en las redes. Hay mucha frustración y odio que se está canalizando a través de plataformas que, inicialmente, fueron concebidas para la conversación, no para los linchamientos virtuales» (profesor Orihuela, de la Universidad de Navarra).
Cuando se ejerce la ‘justicia digital’ nadie evalúa la solidez de las pruebas; no hay abogado, ni juez, ni posibilidad de presentar alegaciones. No hay garantías procesales ni proporcionalidad de las penas, y los inocentes pueden resultar atropellados. Además, ¿cuándo se da por terminado el castigo? ¿Qué pena es suficiente? ¿Quién cuida los derechos del acusado? ¿Y quién decide qué es un crimen y qué no? ¿Quién controla a los controladores?
Hace falta una justicia especializada en los delitos informáticos «de vulneración del derecho al honor de los ciudadanos». ¿Qué hay que priorizar? ¿El derecho a la libertad de expresión o el derecho al honor de los injustamente proscritos?.
Estamos en una sociedad en la que, en nombre de la libertad de expresión, llevamos muchas décadas legitimando que cada cual pueda decir lo que le venga en gana (recuerden: ¡micrófono abierto!) sin dar cuenta de por qué dice lo que dice y, en el caso de que acuse a alguien de algo, no tenga que dar cuenta de los datos que posee ni de las fuentes en las que se apoya. Y todo ello, en el anonimato. Así se ha creado y fortalecido la sociedad del insulto gratuito. El ágora, así entendida, no es un espacio para el debate sino para la difamación. La revista ‘Time’ en 2006 declaró ‘personaje del año’ a los internautas. En la portada del 29 de agosto de 2016 se preguntó por qué estamos perdiendo Internet hacia la cultura del odio. Y ahí seguimos.
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