Es sabido que cada actividad profesional presenta sus particularidades. Sin embargo, la prevención de riesgos laborales es una materia que afecta a toda actividad, con mayor o menor grado de afección, en función de la peligrosidad que estas conlleven y conforme la evaluación de riesgos que corresponda.
La cultura preventiva resulta inherente al trabajo digno. Invertir en prevención es poner en el centro a la persona. Pensar que la prevención supone un coste supone cosificar a la persona, no comprender que el trabajo no es una mercancía, pues detrás de todo trabajo hay una persona.
En el trabajo asalariado la mayor responsabilidad en materia preventiva corresponde al empresario, bajo el viejo principio de deuda de seguridad y de la elaborada teoría de responsabilidad objetiva, introducida en España a partir de la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 de Eduardo Dato.
No obstante, no cabe olvidar que el trabajador también debe actuar de buena fe y cumplir con las obligaciones concretas de su puesto de trabajo, observando las medidas de prevención de riesgos laborales que se adopten y cumpliendo en ese sentido las órdenes e instrucciones del empresario en el ejercicio regular de sus facultades directivas (cfr. artículo 5 del TRLET).
No en vano, el artículo 29 LPRL regula las obligaciones de las personas trabajadoras en materia de prevención de riesgos.
Así, dicho precepto, en primer lugar, dispone que: «Corresponde a cada trabajador velar, según sus posibilidades y mediante el cumplimiento de las medidas de prevención que en cada caso sean adoptadas, por su propia seguridad y salud en el trabajo y por la de aquellas otras personas a las que pueda afectar su actividad profesional, a causa de sus actos y omisiones en el trabajo, de conformidad con su formación y las instrucciones del empresario».
Y, a continuación, establece una serie de obligaciones concretas que deben cumplir las personas trabajadoras so pena de cometer un incumplimiento laboral y ser sancionados. Pero, en lo que aquí interesa, se matiza que ello se debe producir «con arreglo a su formación y siguiendo las instrucciones del empresario».
Pues bien, debe subrayarse la importancia de la formación en prevención como punto de encuentro y de partida de las obligaciones que corresponden tanto a empresarios como a trabajadores.
Es cierto que, en principio, el derecho de formación en materia preventiva forma parte del derecho de los trabajadores a una protección eficaz en materia de seguridad y salud en el trabajo (cfr. artículo 14.1 de la LPRL). Ello, sin duda, interpela a los empresarios, hasta el punto de que se reconoce que la formación se integra en el cumplimiento del deber de protección que se asigna al empresario como garante de la seguridad y la salud de los trabajadores a su servicio en todos los aspectos relacionados con el trabajo (cfr. artículo 14.2 de la LPRL). Más concretamente, el artículo 19.1 de la LPRL establece que: «En cumplimiento del deber de protección, el empresario deberá garantizar que cada trabajador reciba una formación teórica y práctica, suficiente y adecuada, en materia preventiva, tanto en el momento de su contratación, cualquiera que sea la modalidad o duración de ésta, como cuando se produzcan cambios en las funciones que desempeñe o se introduzcan nuevas tecnologías o cambios en los equipos de trabajo». Y matiza además que: «La formación deberá estar centrada específicamente en el puesto de trabajo o función de cada trabajador, adaptarse a la evolución de los riesgos y a la aparición de otros nuevos y repetirse periódicamente, si fuera necesario».
Especial énfasis se pone en la formación que deben recibir las personas trabajadoras que mantengan relaciones de trabajo temporales, de duración determinada y en empresas de trabajo temporal, al señalarse que estas deben recibir, «en todo caso, una formación suficiente y adecuada a las características del puesto de trabajo a cubrir, teniendo en cuenta su cualificación y experiencia profesional y los riesgos a los que vayan a estar expuestos» (cfr. artículo 28.2 de la LPRL).
No obstante, sin perjuicio de que el derecho de participación también forma parte del derecho de los trabajadores a una protección eficaz en materia de seguridad y salud en el trabajo (cfr. artículo 14.1 de la LPRL) y de que, en consecuencia, el empresario también debe garantizarlo (cfr. artículos 14.2, 18.2, 34-39 de la LPRL), debe recordarse que: «La participación de empresarios y trabajadores, a través de las organizaciones empresariales y sindicales más representativas, en la planificación, programación, organización y control de la gestión relacionada con la mejora de las condiciones de trabajo y la protección de la seguridad y salud de los trabajadores en el trabajo es principio básico de la política de prevención de riesgos laborales, a desarrollar por las Administraciones públicas competentes en los distintos niveles territoriales» (cfr. artículo 12 de la LPRL).
Pues bien, entendemos que la negociación colectiva constituye una herramienta importante también para, a través de lo que denominamos el arte de pactar, regular la formación en materia preventiva, como ese punto de encuentro y de partida de las obligaciones que corresponden tanto a empresarios como a trabajadores, al que nos hemos referido.
Una buena práctica la encontramos en el III Convenio colectivo de ámbito autonómico de Galicia para la actividad arqueológica (años 2025-2030) (Diario Oficial de Galicia de 21 de abril de 2025, núm. 75).
Debe precisarse que este Convenio regula las relaciones laborales entre cualquiera que intervenga en trabajos relativos al sector de la arqueología, sean personas jurídicas y físicas, empresas y/o entidades privadas, cualquiera que sea la forma jurídica que adopten, que tengan y desarrollen la actividad de prestación de servicios relacionados con actividades arqueológicas, incluida la conservación y restauración de bienes arqueológicos y la gestión y difusión del patrimonio histórico y arqueológico, ya sea por sí mismas o bien para otras empresas u organismos públicos y privados (cfr. artículo 2.2).
Pues bien, sin perjuicio de que pueda partirse de la idea de que es esencial que quien trabaje en este sector cuente con la titulación universitaria, con formación suficiente en arqueología y experiencia contrastada para asumir las actividades arqueológicas, lo destacable de este Convenio colectivo es que añade la formación en materia preventiva como requisito a acreditar a través de la denominada «Tarjeta profesional del sector de la arqueología» (TPSA)» que regula expresamente en el artículo 25.
Así, las partes firmantes del Convenio consideran que uno de los instrumentos básicos determinante para combatir decisivamente la siniestralidad en el sector es mejorar las condiciones de seguridad y salud y que todos los trabajadores que prestan servicios en las excavaciones tengan la formación necesaria y adecuada a su puesto de trabajo o función en materia de prevención de riesgos laborales, de forma que conozcan los riesgos y las medidas para prevenirlos.
Además, a pesar de tratarse de un sector tan específico, se reconoce que existen trabajadores sin experiencia, lo que hace que la formación e información dirigida a este personal deba ser la adecuada y necesaria a sus características.
Precisamente por ello, las partes firmantes consideran necesario que una comisión del convenio, designada por los negociadores, lleve a cabo, en el plazo de 3 a 6 meses, los proyectos y acciones formativas necesarios para el desarrollo de un sistema de prevención de riesgos laborales en el sector.
Y, en consecuencia, se acuerda implantar, como forma de acreditar la formación específica recibida por los trabajadores en materia de prevención de riesgos laborales, y tras las conclusiones que emanen de la comisión designada al efecto, una cartilla o carné profesional que será único para toda Galicia y tendrá validez en el conjunto del sector, como forma de acreditar la formación de los trabajadores: la «Tarjeta profesional del sector de la arqueología» (TPSA). Todo un ejemplo de democracia industrial, de madurez, sin esperar a que sea la Administración quien deba desarrollar la normativa básica en materia preventiva. Algo que debiera ser lo normal en pleno siglo XXI, propio de relaciones laborales civilizadas, modernas, avanzadas, en las que, a partir de las normas mínimas de Derecho necesario, debatidas, razonadas y aprobadas en el Parlamento, con la seriedad que merecen los ciudadanos, la autonomía de la voluntad colectiva debiera ocupar un lugar clave, lejos de la conflictividad y del atrincheramiento de frentes que nada positivo aportan al ansiado bien común.
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