En estos tiempos, las expectativas son altas sobre lo que la ética aplicada a las organizaciones puede hacer por mejorar nuestras sociedades. Ante cualquier dinámica social en la que reconocemos riesgos, víctimas, impactos sociales, desequilibrios medioambientales, desigualdades, derechos vulnerados… la apelación a la ética surge inmediatamente desde diversos frentes. Resulta inevitable identificar responsabilidades de naturaleza ética asignables a sujetos organizacionales de todo tipo.
Sin embargo, cuando desde una gestión directiva responsable se acepta este reto de convertir nuestras organizaciones en “éticas”, los caminos a transitar resultan difíciles de encontrar. No resulta claro a qué elementos debemos atender para iniciar un proceso de robustecimiento ético de nuestra organización, ni cuáles son los pasos y características de ese recorrido para que sea, en sí mismo, éticamente útil. Una falta de claridad que, entre otras cosas, convierte nociones filosóficamente sólidas como ciudadanía, responsabilidad, valores o cultura en conceptos cuyo encaje en la gestión ética de una organización no se entiende suficientemente, lo que hace que pierdan mucho de su evidente potencial.
Es frecuente encontrar personas con responsabilidades directivas que, movidas por un honesto interés en construir buenas organizaciones, centran sus esfuerzos en tener un Código de Ética. Otras prefieren componer un Comité de Ética. Las hay que optan por incidir en algún elemento cultural, como el lenguaje, la comunicación hacia el exterior o el diseño de sus espacios de trabajo. Para otras, el acento hay que ponerlo en una revisión de las declaraciones sobre el propósito, la misión o los valores organizacionales. Algunas descubren que lo que necesitan es profundizar en la participación…
Lo cierto es que muchas veces estos esfuerzos no van desencaminados, ya que todos ellos constituyen instrumentos que pueden formar parte de un buen proceso de incorporación de la perspectiva ética en la organización. Pero es necesario entenderlos en el marco de ese proceso, aportando una visión (la propia de la ética) mucho más amplia, que alcance a todo el sujeto organizacional, al conjunto de estructuras y procesos que lo componen y que, finalmente, definen los mecanismos mediante los cuales la organización toma sus decisiones y construye su conciencia.
Cuál es el valor de la formación en ética organizacional
Admitiendo que resulta necesario formarse en ética organizacional para poder gestionar éticamente una organización, surge inmediatamente la pregunta sobre qué cambios podemos esperar en nuestras organizaciones tras un esfuerzo formativo que, no lo olvidemos, es necesario plantear por su propia naturaleza como un proceso de formación continua. De forma muy resumida, podemos reconocer cambios al menos a tres niveles.
Por un lado, un proceso de aprendizaje en el colectivo que recibe la formación homologable a otros procesos de formación continua en otros saberes y técnicas que se desarrollan en la organización. En este caso, los cambios o logros son observables en su pensamiento-racionalidad, su cultura, sus valores, los principios que guían su acción, su lenguaje, así como la capacidad de reconocer lo que supone incorporar, de forma trasversal, la perspectiva ética en todas las dimensiones de la vida de la organización. A esto se suma la adquisición de competencias para identificar, analizar y resolver dilemas éticos.
Por otro lado, se producen cambios en la propia acción de la organización: sus estrategias, procesos, el diseño de sus estructuras, las relaciones internas y externas, la transparencia, la participación… Finalmente, un cambio en la manera de gestionar sus impactos: la capacidad de identificar, evaluar y valorar los impactos, sin olvidar que el perímetro de dichos impactos, lo que la organización considera importante, es ya una prueba de sensibilidad ética.
Resultados libres de riesgos
No lo olvidemos. La ética se puede enseñar… y aprender. Luego llegará el momento en que nuestras decisiones concretas, como personas y organizaciones, conviertan nuestro pensamiento en acción siguiendo, o no, esta racionalidad. Es bien cierto que la enseñanza de la ética no es adoctrinamiento moral, ni tampoco una escuela de buenas personas o buenas organizaciones, pero podremos al menos convenir que un buen proceso de reflexión ética, que se nutra de milenios de pensamiento humano sobre la cuestión moral y aproveche todas las herramientas que este recorrido histórico nos ofrece para su aplicación en estos tiempos, nos puede ayudar a tomar las decisiones correctas, si queremos, de hecho, hacerlo.
En todo caso, conviene recordar la famosa frase de J. Dalla Costa, autor de El imperativo ético: “Los administradores de empresa desean de la ética lo que saben y aceptan que no pueden obtener en ningún otro campo de los negocios: resultados libres de riesgos”. Puede que formarse en ética, al fin y al cabo, no resulte tan mala inversión…