Un continente que no controla su narrativa termina siendo controlado por los relatos de otros

Winston Churchill tituló en 1948 el primer volumen de sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial «La tormenta que se acerca». Con esa imagen describía los años previos al conflicto, cuando los signos de peligro eran evidentes, pero las democracias europeas se aferraban a la ilusión de que la paz podía sostenerse sin prepararse para la guerra. Churchill advertía sobre el error del apaciguamiento, la ingenuidad de confiar en la contención diplomática cuando la amenaza crecía a ojos vista.
Churchill comienza el libro analizando las consecuencias del Tratado de Versalles (1919) y los errores cometidos tras la Primera Guerra Mundial, incluyendo el desarme británico y la falta de una respuesta firme al auge del nazismo en Alemania. Luego, describe el ascenso de Hitler, la inacción de las potencias europeas ante sus avances expansionistas y los intentos de apaciguamiento, con especial énfasis en la crisis de Múnich de 1938. El libro culmina con el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, la invasión de Francia y la llegada de Churchill al cargo de primer ministro en mayo de 1940, justo antes de la Batalla de Inglaterra. En este punto, la «tormenta» ya ha estallado y Churchill pasa de ser una voz de advertencia ignorada a liderar el Reino Unido en una guerra ni buscada ni deseada por su país.
Estados Unidos ha iniciado su repliegue en Ucrania, su mirada está puesta en el Indo-Pacífico, no en el este de Europa. Alemania ha dado un giro estratégico al anunciar que relajará sus estrictas reglas de endeudamiento para reforzar su inversión en defensa, un cambio que hace apenas unos años hubiera parecido impensable. Son síntomas de una realidad que Europa lleva demasiado tiempo evitando: el orden de seguridad construido tras la Guerra Fría se resquebraja y el continente debe decidir qué hacer con todo ello.
La historia ofrece lecciones para momentos como este. Tras la derrota de Napoleón en 1815, las potencias europeas diseñaron en el Congreso de Viena un sistema de equilibrios que garantizó décadas de estabilidad, y permitió el despliegue de la primera revolución industrial. La pregunta es si podremos forjar un nuevo equilibrio de acuerdos y paz que nos permita crear un nuevo siglo de prosperidad, o si quedaremos a merced de potencias externas.
La referencia más inmediata es Munich 1938, el símbolo por excelencia del apaciguamiento. Neville Chamberlain volvió de su encuentro con Hitler con un papel en la mano que prometía «paz en nuestro tiempo», solo para descubrir, un año después, que la guerra era inevitable. Europa no debería repetir el mismo error. La agresión de Rusia en Ucrania es el primer gran desafío militar en su territorio desde 1945. Si Europa no responde con la suficiente firmeza, el mensaje que enviará al mundo es claro: no está dispuesta a defender su propio espacio geopolítico.
Pero la mayor amenaza que enfrenta Europa no es la militar. El continente corre el riesgo de convertirse en un satélite tecnológico e industrial de los grandes bloques de poder, sin capacidad de decisión real sobre su propio desarrollo. La dependencia de China en sectores estratégicos como la fabricación de baterías, minerales críticos y tecnología de telecomunicaciones, junto con la sumisión a EE.UU. en semiconductores e inteligencia artificial, limita severamente nuestra soberanía económica.
La historia se repite: en el siglo XIX, las potencias europeas coloniales usaron la dependencia industrial y financiera para controlar a otras naciones (un modelo que USA ha llevado al extremo en el Siglo XX). Hoy, la pregunta es si Europa está cayendo en la misma trampa, pero esta vez como sujeto pasivo, como territorio colonizado por terceros. Y, más grave aún, está el riesgo de la dependencia ideológica en tiempos de manipulación y desinformación. Cuando los ciudadanos europeos empezamos a recibir más información desde Moscú, Pekín o Silicon Valley que desde Bruselas o sus propios gobiernos, se abre un vacío de poder peligroso. Un continente que no controla su narrativa termina siendo controlado por los relatos de otros.
La tormenta se acerca. La pregunta es si estamos en 1935 o en 1939, Si todavía hay margen para reaccionar o si la inercia nos arrastra a un desenlace que ya está escrito. En Europa necesitamos entender el mundo que viene. Y, sobre todo, necesitamos entenderlo antes de que sea demasiado tarde.
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