Fontilles, la última leprosería de Europa atendida por Padres Jesuítas

El director Jesuíta, Carlos Sancho, con los torreones del edificio principal de Fontilles al fondo

Miguel ni siquiera se llama Miguel. Hace 60 años dejó atrás su Almería natal para vivir tras unos muros de los que nada sabe su familia. «Mejor invéntate un nombre para mí». Jesús andurrea con un tacatá por un solitario y silencioso pasillo. Solo uno de los cuatro hermanos del anciano zaragozano, de 88 años, conoce la verdadera dolencia que se trajo de vuelta de tres aventureras décadas en Brasil. A sus 74 años, Encarna aún recuerda con lucidez cuando servía con 17 años en casa de un director de banco en Sevilla. Cuando empezó a notar que le salían manchas en los brazos, que se le dormían las manos. Cuando su vida se torció… La cálida extremeña no para hoy de sonreír, incluso cuando recuerda a sus dos maridos muertos de cáncer. O a esos dos hermanos que no superaron el mismo mal que la asaltó a ella. Pero su cara se ensombrece si le hablan de hacerse una foto. Aún hoy prefiere ocultar su rostro.

Una enfermera recorre un pasillo del centro, que también acoge a discapacitados

Cuando algo no se llama por su nombre, cuando se palpa el miedo al pronunciar cinco letras, cuando hay seres humanos que todavía viven casi ocultos del mundo, refugiados de la ignorancia, es que aún queda mucho por hacer. Miguel, Jesús y Encarna ya han vencido a la lepra. Están curados. Pero los tres siguen marcados, estigmatizados por cinco letras que muchos (algunos científicos incluidos) prefieren sustituir por el eufemístico síndrome de Hansen (en honor al médico noruego Armauer Hansen, que en 1873 descubrió el bacilo ‘Mycobacterium leprae’ y abrió la puerta al remedio de los tres fármacos que detiene el proceso de la lepra). Miguel, Jesús, Encarna…, los tres forman parte del medio centenar de pacientes que aún hoy, día mundial de la lepra, residen tras los muros del sanatorio de San Francisco de Borja, un refugio centenario regido por la asociación Fontilles en medio del frondoso valle de Laguar, en el interior de Alicante. La última leprosería de Europa, el postrero ejemplo en pie de una realidad que allá por los siglos VII y VIII llegó a contar con más de 20.000 exponentes en el continente.

Lepra suena a Edad Media, a personas despojadas de todo derecho y toda dignidad pidiendo harapientas por polvorientos caminos o a las puertas de las murallas. A seres humanos abandonados en cuevas y refugios, unidos a sus familiares apenas por la escudilla en la que les dejaban agua y comida. A vergonzante marginación. Todo eso ya es historia en Fontilles, un pasado vivido por los casi 3.000 enfermos de lepra que han pasado por el sanatorio en el último siglo. La lepra está ya prácticamente erradicada en España. Apenas se diagnostican 15 casos al año. Aunque hay más de 200.000 nuevos enfermos anualmente en el planeta.
Y el estigma sigue muy vivo.
«¿Pero eso no es peligroso?», «¿y les has dado la mano?», «a ver si te pegan algo…». Son los comentarios de familiares y amigos cuando comentas que has visitado Fontilles. En pleno siglo XXI. La respuesta: en 102 años no ha habido ni un solo contagio de lepra entre el personal del centro.
Allí, en el sanatorio, viven aislados de todo. En mitad de un valle plagado de fuentes, riachuelos y espesas arboledas, casi sin cobertura telefónica y con algunos ‘monumentos’ que demuestran el pavor que un día causó la lepra. En pie está aún buena parte de la muralla de cuatro kilómetros de longitud y tres metros de altura que cerraba a cal y canto el lugar. O la iglesia de 1913 con dos entradas diferenciadas, una para las personas sanas y otra para los enfermos. Si algún paciente salía fuera del sanatorio, debía tocar incesantemente una campanita a su paso.

Una biopsia, primer paso para detectar la presencia del bacilo 'mycobacterium leprae'

Fontilles se extiende por 73 hectáreas de monte y más de una treintena de edificios. Antaño fue un auténtico pueblo con comercios, cementerio, quirófano, imprenta, herrería, carpintería, grupos de teatro, cine… Un mundo paralelo al real. Lo sigue siendo en cierto modo. «El tiempo en Fontilles es más lento que fuera». Lo dice el jesuita Antonio Guillén, exdirector del sanatorio. El responsable espiritual es hoy el padre Carlos Sancho. Una docena de jesuitas y franciscanas, personal médico y un puñado de voluntarios (algunas, como Blanqui, de San Sebastián, con medio siglo de labor en el centro) son el alma del lugar. El trabajo de investigación de su laboratorio es un referente internacional. Hasta aquí llegan muestras de contagios de medio mundo. Fontilles está presente en 14 países. Los médicos viajan periódicamente a la India, Brasil, África, los focos más endémicos de lepra, para formar a los nativos en la lucha contra el bacilo.
«Aunque esto no es un hospital. Es una casa para ellos, una segunda familia…», subraya el padre José Luis. También es el hogar de ‘Lolita’. Su aparición en uno de los jardines de Fontilles interrumpe la conversación. ‘Lolita’ es una sibarita jabalina de 15 meses a la que no le gusta el pan. Y la fruta, solo pelada. Es la tercera generación de gorrinos que cría Miguel. El mismo que ni siquiera es Miguel. Imposible pensar en un leproso al ver su rostro, curtido por los años pero sin secuelas, sin marcas. Pasea por un pulcro e iluminado pasillo del edificio principal del sanatorio. Apenas unos gruesos zapatos con protección en la suela y en las punteras revelan alguna malformación en los pies. Llegó a Fontilles con 18 años. «Ni los médicos sabían entonces qué era la lepra». Salió del centro un tiempo. Pero acabó regresando. «El que se va de casa, a casa vuelve». Y elude, socarrón, dar más datos sobre él y su pasado.
-¿De dónde es usted?
-Yo soy internacional…
-¿A qué se dedicaba antes de enfermar?
-A criar jabalíes (y rompe a reír…).
Si a uno lo dejaran de repente en mitad del sanatorio sin saber qué es aquello, pensaría que está en un balneario de lujo. Tiene un entorno idílico y un clima templado todo el año. Ni rastro del rostro de la lepra. No hay caras carcomidas por el bacilo. Ni miembros arrancados por el mal. Los expertos lamentan el daño que el cine, la literatura y los medios de comunicación han hecho difundiendo tópicos. «Muchas veces se trata a los enfermos como animales. Y la lepra ya no tiene esa imagen de narices desaparecidas. La imagen hoy es otra», explican desde la asociación Fontilles.
Un gigantesco cazo humea en la cocina de Juan Miguel. Prepara sopa de fideos y pastel de carne. El cocinero de Fontilles alimenta cada día a 300 personas, entre enfermos, personal y ancianos (en el valle hay también un geriátrico con unos 60 internos). Su voz arrastra un acento que revela su origen francés. Y ausencia total de temor o prejuicio. «¿Miedo al entrar a trabajar aquí? Ninguno. Yo he vivido desde niño cerca de la lepra. Veraneaba en el valle y sé lo que es. Yo a los internos los beso y los abrazo».
«La maleta siempre lista»
A un paseo de la cocina está el ‘corazón’ de Fontilles, uno de los centros neurálgicos de la lucha mundial contra la lepra. La farmacia y el laboratorio. Sor Luisa, la superiora franciscana, manda en la botica. Desde aquí se envía tratamiento a los enfermos ambulatorios de toda España. Muchas hermanas de la religiosa asisten a leprosos en la India y África. «Somos como guardias civiles, siempre con la maleta lista», ríe sor Luisa. En el piso superior está el laboratorio. El estadounidense Pedro Torres es su responsable. Ya planea su viaje en marzo a Centroamérica. Queda mucho por hacer contra la lepra. «No se conoce al 100% cómo se transmite. Algunos enfermos no responden a la combinación de fármacos. Y a las farmacéuticas no les es rentable trabajar en una vacuna para un mal del Tercer Mundo». Y agacha de nuevo la vista al microscopio…
A las puertas de la clínica nos espera Encarna, la asistenta del señorito andaluz. Ella no luchó sola contra la lepra. Sus cinco hermanos se contagiaron. Dos murieron. Habla con desparpajo y alegría. Dice que nunca ha sido rechazada. «Claro que ni en mi pueblo (en Badajoz) ni en mis trabajos dije lo que tenía…». Tras curarse en Fontilles se quedó como voluntaria. Ya lleva casi 30 años. Aunque aún hoy prefiere ocultar su rostro. Nada de fotos. «A la familia no le gusta. Tiene negocios. Y ya sabe…». La lepra aún marca.
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