Útil para enseñar, aprender, corregir, educar

Lecturas 5 de junio, Viernes IX semana del tiempo ordinario.

Ya a partir del curso entrante, los libros de texto podrían incluir referencias a esta pandemia. En la última página del libro de historia, un encabezamiento, alguna foto de Fernando Simón y algunos párrafos servirán para que los escolares de los próximos años recuerden algo de las estadísticas, los aplausos en los balcones y, sobre todo, la experiencia de confinamiento.  ¿A qué sonará esa lección a los que hoy son bebés o a quienes aún no han nacido dentro de unos años? Solo un 5% de la población se ha contagiado; pero ¿cómo dar cuenta en una página o siquiera en un capítulo de la experiencia que todos estamos atravesando?

Experiencia y relato no son la misma cosa, ni coinciden exactamente. Las experiencias se tienen; la transcripción de una experiencia pide elaboración. Mientras que la experiencia se nos da, transcribir algo de ella para otros, por ejemplo, para enseñar, aprender, corregir o educar, implica posicionarse. Implica tomar decisiones de naturaleza narrativa, pero no solo de naturaleza narrativa. También implica asumir el reto: la misión o modo como el autor se posiciona ante los demás. Trascribir una experiencia pide escribir introducciones y venir a conclusiones. Pero también pide pensar en el lector dentro de unos años, aún cuando autor y lector sean el mismo, o –mejor- aún más cuando autor y lector son el mismo. Transcribir la experiencia pide considerar quién es el lector y hablarle con reverencia, hacer cuentas con su lenguaje y su dignidad, con sus intereses y sus necesidades.

Del mismo modo como la historia y sus crónicas no son la misma cosa, tampoco la Palabra y la Escritura son la misma cosa. Palabra y Escritura miran a la misma realidad, pero la miran desde ángulos complementarios. Dios se pronuncia por amor; habla para que tengamos vida; los hombres escriben por necesidad; para que esto no caiga en olvido. Por amor es que el Padre, dirigió su Palabra a profetas y salmistas, entre otros. Ellos, a su vez, nos dejaron las Escrituras. Un propósito les movía. Pusieron por escrito la Palabra que habían escuchado, con el fin de que otros se beneficiaran.

También Jesús habló a sus discípulos; les hablaba de Dios. La gente gustaba de escucharle y el evangelista recogió aquellas palabras, para que también otros tengamos el gusto. Jesús habló, por ejemplo, para recordar a la gente un salmo atribuido al rey David: “Dijo el Señor a mi Señor”. Jesús refirió esta expresión haciéndose eco de la extrañeza: Hay un solo Señor (=Dios), ¿no? Entonces, ¿el Señor –en absoluto– y este otro mi Señor a quién refieren? Convirtió así el hiato entre la experiencia de David y su trascripción en una ventana de acceso a la intimidad trinitaria, que estamos a punto de celebrar el domingo. El evangelista, fiel a su experiencia, quiso que también nosotros la compartiéramos: ¿cómo puede haber en Dios mismo tanta consideración y reverencia, donde mayor es la comunión en el lenguaje y en la dignidad de las Personas?

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