El verano es tiempo de fiestas populares, festivales de música y teatro, campeonatos deportivos… Todos ellos forman parte de un fenómeno de interés creciente: los eventos. Resulta paradójico que este fenómeno se expanda en el corazón mismo de la aldea global. El paradigma de las tecnologías de la información y la comunicación nos han acercado de tal manera que hoy, si la ausencia de recursos no lo impide, es posible conectar cualquier lugar del mundo en tiempo real, en eso que Manuel Castells denominaba la sociedad red, del espacio de los flujos y del tiempo inmediato.
Sin embargo, aunque parezca contradictorio, prende simultáneamente la necesidad de desplazarse, de encontrarse en el espacio de los lugares y del tiempo social. Mientras la tecnología abre inmensos horizontes a través del mundo virtual, el ser humano participa de modo creciente en la búsqueda de lo tangible, de sitios y gentes. En un entorno en que la tecnología nos invita a derribar las barreras del tiempo, el ser humano invierte un volumen considerable de horas y días, en desplazarse hacia otros destinos.
La naturaleza social y comunicativa del ser humano se impone. Busca abrir brecha en realidades que favorecen el individualismo y el aislamiento. Por ello, los eventos de naturaleza festiva, cultural o deportiva se encuentran en un momento dulce. Las personas recorremos distancias importantes para participar en eventos de dimensión variable, rompiendo con la cotidianeidad, viajando por ciudades desconocidas y deleitándonos con sus gentes. A pesar de las facilidades tecnológicas a nuestra disposición, nos sentimos en la necesidad de seguir siendo radicalmente humanos.
Las ciudades tratan de incardinarse en la aldea global virtual, pero también en la aldea itinerante real. Construyen palacios de congresos, equipamientos polivalentes y espacios multiusos. Acogen fiestas, festivales, exposiciones, campeonatos, capitalidades y conmemoraciones. Todo ello con el objetivo de situarse en el imaginario de visitantes potenciales, de exploradores de tangibles en busca de experiencias intangibles.
La aldea itinerante va completando su constelación con estrellas luminosas en distintas ciudades del mundo. Pero, en esa aldea, exultante en equipamientos, espacios y eventos, nos enfrentamos al reto de la notoriedad: cómo atraer el interés de otros ciudadanos del planeta.
La primera de las estrategias en curso es la ciudad no eventos, la de aquella que no logra posicionarse ante dicho reto. Reducida al ostracismo, fuera de los grandes ejes del transporte y de la movilidad, sufre el aislamiento en un mundo de comunicación y conectividad permanente. Por contra, la ciudad de eventos se muestra accesible, favorecida por el desarrollo del transporte intermodal y la movilidad creciente. Se hace visible a través de la proyección de imagen, mensaje y marca, en diálogo con visitantes potenciales. Pero, se enfrenta al problema de la sostenibilidad del modelo en el tiempo. La limitación de recursos y espacios, junto a la posible ausencia de eventos concatenados en el tiempo, pueden oscurecer el actual brillo de la ciudad en cualquier momento.
Por ello, proponemos una tercera perspectiva: la ciudad evento. Aquella ciudad que busca el factor diferencial en sí misma, hasta el punto de convertir su singularidad en su mayor atractivo. Su comunicación no se fundamenta en la transmisión de un valor añadido ocasional y puntual vinculado a un evento, sino en la proyección en el tiempo de su propia idiosincrasia. Sus plazas, calles, equipamientos y eventos rezuman autenticidad. Gestionados y dinamizados colaborativamente se convierten en el mayor de sus activos en la aldea itinerante.
Las políticas de ciudad pueden perder el pulso de los nuevos tiempos por su incapacidad para hacer frente a la eventualización de la vida cotidiana. Pero, pueden consumir todas sus energías en mantenerse en la cresta de la ola de los eventos, quebrando su cohesión social y compacidad territorial. Por ello, tal vez sea mejor apostar por ciudades que se interpreten singulares y auténticas, frente a aquellas que han quedado aisladas y a las que corren desaforadas. Se trata de generar un relato de ciudad, que integre la celebración de eventos alineados con la experiencia de ciudad deseada. El objetivo es la conversión de la propia ciudad, sin aditivos ni colorantes, en un evento de interés permanente. No es necesario buscar, sin resuello, la organización de unos juegos olímpicos, una exposición universal, un campeonato del mundo o una capitalidad de naturaleza diversa. Es más bien cuestión de releer la memoria y presente de la propia ciudad desde el interés y atractivo que puede suscitar en el resto de los ciudadanos del planeta.
Las fiestas y semanas grandes, los festivales estivales e invernales, los eventos alineados, los equipamientos estrella, los espacios de toda la vida y el devenir cotidiano de la gente deben generar una experiencia auténtica de ciudad. La ciudad evento debe contemplar una propuesta atractiva y de calidad, pero de tener en cuenta, como señala Charles Landry, las emociones, motivaciones y valores de aquellos que pretende seducir.
La aldea itinerante puede llegar a ser un factor clave en la convicción de que otras ciudades son posibles: cohesionadas, atractivas, viables y sostenibles. En parte, dependerá del papel que los eventos adquieran en la interpretación de nuestra realidad, en la experiencia de ciudad que transmitan y en la idea de persona subyacente. De lo contrario, la aldea itinerante será mera administradora de flujos de individuos, productos y servicios que serán fuente de una intensa actividad económica, pero también provocarán una ilimitada mercantilización de la experiencia humana, de las ciudades y de los seres humanos que las habitan.
Publicado en el periódico El Correo (28-8-15)