En 1712, el inglés Thomas Newcomem presentó su modelo de máquina de vapor atmosférica. A lo largo de las siguientes décadas, el escocés James Watt realizó algunas mejoras dando lugar a la máquina de vapor de agua, que acabó patentando en 1769.

Desde entonces, la máquina de vapor y sus progresivas evoluciones han ido alterando la relación que el ser humano mantiene con el tiempo. Los ritmos ecológicos -referidos a las estaciones del año y la dicotomía noche-día- y los ritmos biológicos -vinculados con las etapas del ciclo vital- han entrado en convivencia con nuevos ritmos sociales -horarios de trabajo, traslados y transportes o tiempos de ocio- propiciados por estos avances tecnológicos. El ser humano ha acelerado su tránsito por la vida con ayuda de nuevas máquinas de transporte, del vapor a las energías alternativas, pasando por los hidrocarburos. La aceleración del tiempo ha adquirido carta de naturaleza en la ciudad actual.

Desde la aparición de la máquina de vapor, pasando por la aparición del ferrocarril, el automóvil y el avión en el tránsito del XIX al XX, hasta el momento presente, la mejora tecnológica de los medios de transporte ha ido favoreciendo la aceleración en la movilidad y transformando el concepto del tiempo.

En 1833, el bostoniano Samuel Morse realizó una primera demostración pública de su telégrafo que, una década despues conectaría las ciudades de Washington y Baltimore.  Décadas después, en 1876, otro escocés, Alexander Graham Bell patentó el teléfono,  inventado por Antonio Meucci cinco años antes.

La invención del telégrafo y del teléfono supuso el inicio de la otra gran transformación: la globalización del espacio. El espacio virtual, el espacio de los flujos en palabras de Manuel Castells, arranca en el mismo momento en que el teléfono rompe la correlación entre comunicación interpersonal y presencialidad. Todo rincón del planeta queda vinculado al futuro del resto de los lugares.

La aceleración del tiempo y la globalización del espacio, el tiempo inmediato y el espacio continuo, han transformado la naturaleza y los rasgos de nuestras ciudades. Tanto la ordenación urbana como el medio ambiente, la organización social, la demografía, la actividad económica, la salud, la política, la educación, el ocio o la cultura se han visto profundamente modificados.

La ciudad resultante de la industrialización derribó las murallas en su ampliación por espacios contiguos, a la vez que iniciaba una dura pugna por ganar tiempos en el transporte, la movilidad, la comunicación y la conectividad. La ciudad comenzaba una alocada carrera en busca de más espacio en menos tiempo.

Sucesivas oleadas científico-tecnológicas, sustentadas en avances como la electricidad y la automatización, han hecho transitar la ciudad industrial por distintas etapas hasta alcanzar la actual transformación vinculada al concepto smart city. Esta última fase, considerada por algunos autores como la Cuarta Revolución Industrial, se caracteriza por la generación de soluciones urbanas vinculadas a bienes, productos y servicios inteligentes capaces de atender de modo personalizado las necesidades de los destinatarios: las y los ciudadanos. La smart city se enfrenta al reto de la producción inteligente –al modo de la fábrica 4.0– a través de soluciones personalizadas. Se fundamenta en un uso intensivo de las tecnologías en la digitalización de los procesos, minería de datos, conexión entre dispositivos, cadenas de producción interconectadas, comercialización o distribución inteligente.

Pero, en todo este proceso, algo no marcha bien.  Las smart cities manifiestan contradiciones y fracturas no propias de una ciudad inteligente: desempleo, refugiados, precarización laboral, corrupción, desigualdades,… La realidad manifiesta un fuerte desequilibrio provocado por las distintas velocidades de la innovación, con una preocupante ralentización de la innovación social, cultural, medioambiental y económica frente a la inagotable innovación tecnológica.  Estamos ante una sobreexposición a la innovación tecnológica que, en el caso de las ciudades, se ha materializado en el concepto smart cities.

Es imprescindible la evolución de base tecnológica en la búsqueda de soluciones urbanas a los retos y problemas planteados. Pero, el desequilibrio genera ciudades tecnológicamente muy inteligentes habitadas por organizaciones, estructuras y procesos de naturaleza económica, medioambiental, social y cultural no tan inteligentes, tal y como se observa en la evolución de cuestiones tales como: envejecimiento, inmigración, desigualdad, refugiados, desempleo, precarización laboral, contaminación, violencia de género, exclusión social, estrés vital, cambio climático, soledad, analfabetismo funcional, populismos, abstencionismo, corrupción, individualismo, etc.

De hecho, el desarrollo de la ciencia y la acumulación de conocimiento han posibilitado un elevado nivel de implantación de soluciones de base tecnológica, con consecuencias económicas, medioambientales y sociales de extraordinario calado. Por el contrario, las innovaciones social, cultural, medioambiental y económica no sólo no han desarrollado itinerarios propios de similar magnitud, sino que ni siquiera han sido capaces de dar respuesta adecuada al impacto de la innovación tecnológica.

La política, la educación, la organización social o la agenda personal no se han desarrollado en la medida en que el avance tecnológico y su impacto social requieren. Y la economía, por su parte, ha crecido gracias a las nuevas posibilidades de la globalización y la aceleración -impactos económicos de la innovación tecnológica-  provocando un desequilibrado modelo social, medioambiental y cultural. Daniel Innerarity lo expresa de modo diáfano al afirmar que una innovación sin sociedad produce efectos socialmente indeseados.

Un correcto posicionamiento ante semejantes retos plantea la armónica integración con base tecnológica de las distintas naturalezas de la innovación: la medioambiental (de los espacios y territorios inteligentes), la económica (de los recursos y resultados inteligentes),  la social (de las personas y las organizaciones inteligentes) y la cultural (de los valores y procesos inteligentes).

Por ello proponemos la migración de las smarts cities (innovación tecnológica) a las 4i cities (innovación social, económica, cultural y medioambiental de base tecnológica). La correcta integración de las innovaciones cultural, social, económica, medioambiental y tecnológica es una oportunidad para transformar las maneras de hacer, la generación de modelos alternativos de abordar los problemas,  la experimentación en torno a la adquisición de competencias y conocimientos, y la toma en consideración de las motivaciones, valores y sentimientos de las personas y ciudadanía.

Necesitamos reorientar el sentido de nuestros ecosistemas urbanos de innovación hacia la acción transformadora. Una cadena de innovación transformadora de los procesos de creación, co-creación, aprendizaje, conocimiento, transferencia, diseño, producción, difusión, uso y consumo. Una aproximación innovadora a la propia innovación. Un desarrollo humano, de base tecnológica, pero pensado desde la transformación social, económica, cultural y medioambiental.

(Publicado en el periódico DEIA. 12-3-2017)