Dentro de las satisfacciones que uno puede tener en la vida está poder desarrollar su actividad profesional en lo que a uno le gusta,  aquello en lo que uno cree poder dar lo mejor de sí mismo, poniéndolo al servicio de los demás.

Las personas anhelamos un puesto de trabajo, digno y que, a poder ser, encaje con nuestra vocación. No todas lo conseguimos. Unas no ven recompensado su esfuerzo con un empleo. Otras no logran que dicho empleo alcance la categoría de “digno”. Otras alcanzan un “buen” empleo, pero sacrificando su pasión. Y sólo unas pocas conseguimos alinear el puesto de trabajo, con la vocación y las condiciones dignas.  Cuando, por uno u otro motivo, nos alejamos del trinomio vocación-empleo-dignidad, el bienestar y bienser de la persona se resienten. De igual manera, el conjunto de la sociedad sufre las consecuencias, al no poner en valor los talentos que acompañan a todo ser humano.

Por todos los argumentos expuestos, en este preludio estival, en el que un nuevo curso académico finaliza, quisiera compartir el profundo sentimiento de agradecimiento que me produce disfrutar de una vocación, reflejada en un empleo y rodeada de dignidad.

En primer lugar, quisiera compartir las emociones que uno siente cada vez que, año tras año, allá por septiembre, entra en contacto con generaciones siempre jóvenes. Compartir sus dudas, temores, sueños e ilusiones. Hacerles conscientes de sus fortalezas, atenuando sus debilidades. Acompañarles en el discernimiento entre tantas amenazas y oportunidades. La enseñanza-aprendizaje es un intercambio de intangibles, conocimientos,  competencias y valores. Es dar y recibir. No siempre acertamos, no siempre damos con la clave, no todos los intercambios llegan a buen puerto. A veces, no somos lo suficientemente seductores compartiendo conocimientos. No somos capaces de despertar todos sus talentos. O, simplemente, no conseguimos serles de ayuda en la priorización de valores. En estos casos, no nos queda otra que pedir disculpas y aplicarnos en el espíritu de enmienda. Eso sí, lo intentamos con denuedo.  Pero, la enseñanza es un tren de largo recorrido, de aprendizaje a lo largo de toda la vida, en el que es difícil asegurar el éxito o no de nuestra labor, más allá de encuestas, indicadores y rankings.

En segundo lugar, quisiera compartir los sentimientos que uno vive cuando, año tras año, en el cierre del curso académico, recapitula los avances en conocimiento producidos gracias al esfuerzo colectivo. La investigación es la pasión por el conocimiento, en el que la formulación de buenas preguntas y la búsqueda de respuestas adecuadas es el eje argumental. Nuestra capacidad intelectual, limitaciones disciplinares o deficiencias competenciales hacen que nuestra contribución neta no sea siempre la esperada. Y por ello, no nos queda otra que hacer autocrítica y asumir indicadores de mejora. Pero, nuestro compromiso con el saber está muy por encima de los indicadores de excelencia.

En tercer lugar, desearía compartir la profunda satisfacción que uno vive cuando descubre que la docencia e investigación han incidido en el entorno, cuando uno observa que la transformación del mundo es un camino pavimentado con horas de acompañamiento y empoderamiento de jóvenes, y otras tantas de observación directa, trabajo de campo, lectura, reflexión, debate, propuestas innovadoras e implementación de algunas de ellas. La formación de talento, la transferencia del conocimiento o el compromiso con la sociedad son maneras de entender la misión de un profesor universitario en este mundo. La saturación de tareas burocráticas o la falta de encuentros y diálogo fluido con otros agentes son factores que inciden negativamente en nuestra presencia en la sociedad. Pero, no será por falta de vocación transformadora.

Por todo lo dicho, quisiera agradecer a mi familia, institución universitaria, estudiantes, compañeros de fatigas, entidades y ciudadanía la oportunidad que, entre todos, me han dado de ser feliz, de poder alinear vocación, empleo y dignidad.

Pero, faltaría a nuestra tercera misión -compromiso e incidencia transformadora- si no dedicara unas líneas a reivindicar la extensión de mi dicha a los seres humanos con los que comparto existencia. Quisiera que mi fortuna se extendiera a compañeras y compañeros, docentes e investigadores, que no gozan de las mismas oportunidades de desarrollar sus talentos, sobre todo, a los más jóvenes. Quisiera que mi dicha se extendiera a otras personas que, en otros ámbitos laborales, no han encontrado las condiciones donde sacar todo el provecho social a sus talentos, en un empleo digno y próximo a su vocación.

Y, por ello, además de mi propio compromiso e implicación en la tarea, quisiera solicitar a las instituciones, empresas, entidades sociales, ciudadanía y medios de comunicación que otorguen mayor dignidad y reconocimiento social  a los profesores comprometidos con el empoderamiento de nuestros jóvenes y la generación de conocimiento e innovación en lo social, económico y tecnológico. Y que garanticen a todas las personas la oportunidad de depositar su vocación en empleos rodeados de dignidad. Todas y todos somos corresponsables en su logro.

Un momento electoral como el actual tal vez pueda resultar inapropiado para hablar de estas cuestiones.  O, por contra, pueda ser del todo propicio. Y sirva para reivindicar los beneficios de la generación de empleos –vocacionales, dignos y no precarios- y el valor estratégico de docentes e investigadores en una agenda política que potencie el talento.

(Publicado en el periódico EL CORREO, 3-8-16)