Asistimos a un profundo proceso de transformación en que estamos migrando de una era de cambios a un cambio de era. El conocimiento científico ha tenido un importante desarrollo desde finales del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX. La innovación y desarrollo tecnológico, como fruto de la aplicación práctica de dicho conocimiento, ha avanzado a ritmo creciente en la segunda mitad del siglo XX y los inicios del siglo XXI. En palabras de Lipovetsky, “la innovación ha reemplazado a la productividad repetitiva del fordismo” (2007). La fuerza del paradigma científico-tecnológico se ha dejado sentir, de un modo especial, en el desarrollo del transporte, la comunicación y la domótica.
Desde la aparición de la máquina de vapor a finales del siglo XVIII, en los albores de la Revolución Industrial, pasando por la aparición del ferrocarril, el automóvil y el avión en el tránsito del XIX al XX, hasta el momento presente, la mejora tecnológica de los medios de transporte ha ido favoreciendo la movilidad. La movilidad, capacidad y acción de trasladarse de un lugar a otro, se ha incrementado de modo exponencial. Los fundamentos básicos estaban ya en el origen del ferrocarril, barco, automóvil o avión. Pero, la evolución ha sido de tal calado que la distancia entre dos puntos se ha convertido en una cuestión de tiempo, del tiempo que se tarda en recorrerla más que en el significado de los kilómetros. Un kilómetro, esa medida objetiva de la longitud, se ha visto condicionada por la mediación del medio de transporte utilizado, haciendo que quinientos kilómetros en coche (por carretera o por autovía), en tren (convencional o de alta velocidad) o en avión, sean percibidos de modo distinto.
La movilidad, hija del desarrollo del transporte, se ha convertido en condición sine qua non, en aliada imprescindible, del desplazamiento constante, en movimientos pendulares, cortos, estacionales o de larga distancia. La sociedad emergente encuentra su caldo de cultivo en un contexto de movilidad, de accesibilidad física en tiempos razonables a destinos antes inalcanzables. Los territorios (ciudades, regiones y estados) se van introduciendo en el sistema red, por las arterias de las autovías, vías de ferrocarril, autopistas del mar y pistas de aeropuertos. Y al introducirse en la red, comienzan una desaforada carrera por atraer a los ciudadanos errantes a través de una oferta de movilidad accesible, económicamente asequible y razonable en términos de ocupación del tiempo (Ryser, 2005). Los territorios todavía ajenos al sistema red, alejados de las grandes arterias, oscilan entre el ostracismo de la regresión o la inteligente puesta en valor de la soledad ante las muchedumbres nómadas.
La invención del teléfono a finales del siglo XIX, supuso el inicio de otra vía de profunda transformación, la apertura de una nueva dimensión del espacio. El espacio virtual como lugar no físico, en el que se puede desarrollar parte de la experiencia vital, arranca en el mismo momento en que el teléfono rompe el lazo inseparable entre comunicación y carácter presencial. La radio de principios de siglo, la televisión de los años veinte, el mundo digital de los setenta hasta llegar a la nueva economía de las multitudes inteligentes (Tapscott & Williams, 2007) son hitos en el desarrollo de la comunicación. Pero, desde un comienzo, la irrupción de lo virtual en el mundo real era un hecho. La innovación tecnológica ha ido enriqueciendo el concepto comunicación con una ampliación del vínculo multimedia, al introducir un mayor número de sentidos en el proceso.
La conectividad, hija del desarrollo de la comunicación, se ha convertido en protagonista de una sociedad en la que quién no comunica y lo que no se comunica no existe. De tal manera que se llega a invertir los términos y podemos llegar a generar realidades a partir de personajes y hechos virtuales. El mundo actual es el mundo de la comunicación de un relato. Relatos basados en hechos reales o virtuales, fruto de la historia, del presente o del futuro, conocido o imaginado. Los territorios son lo que son y lo que proyectan en la iconosfera de la comunicación y la permanente conectividad. Un territorio que deja de emitir mensajes, retazos de vida real o imaginada, desaparece del imaginario de los ciudadanos del Mundo. Al contrario, las proyecciones de un territorio construyen una imagen del mismo, incluso, por encima o al margen de la realidad. La Opera House de Sidney, en Australia, supone la proyección de una postal, a modo de presentación de la ciudad, para muchos ciudadanos del mundo que jamás han estado, ni probablemente estarán nunca, en dicha ciudad. Sin embargo, los valores inherentes al edificio y su entorno establecen un código de relación con los interlocutores virtuales. La conectividad se ha producido. Los eventos son proyectores de conectividad, pequeños o grandes haces de luces que se extienden por territorios reales y virtuales empapando los imaginarios de miles o millones de personas (Richards & Palmer, 2010). Los Juegos Olímpicos, vinculados desde su origen al territorio que los hospeda, se convierten en codificadores de rasgos ambientales, sociales, económicos, políticos y culturales de la urbe que los acoge. Conocemos Barcelona, Atlanta, Sydney o Beijing por las tomas aéreas del maratón, por los majestuosos actos inaugurales, por las formas de sus equipamientos deportivos, por las escenas robadas de la vida cotidiana y filtradas en las cabeceras de documentales en un antes, un durante y un después. Los territorios, al margen de los eventos, basculan entre sentirse ignoradas por no ser noticia o hacerse ellas mismas noticia sin la necesidad de evento extraordinario alguno.
La aplicación de la innovación tecnológica a la domótica, el conjunto de sistemas que automatizan las diferentes instalaciones de un hogar, supone un tercer escenario de cambio profundo (Álvarez Monzoncillo, 2004). Pero, al referirnos al concepto hogar no deseamos circunscribirnos a la vivienda personal o familiar, sino al hábitat en el que desarrollamos nuestra existencia. Nuestro hogar entendido como vivienda, pero también como barrio, pueblo o ciudad. A nivel de la vivienda, los cambios que configuran una nueva organización y distribución del espacio son numerosos: con la incorporación de las tecnologías de la información y comunicación, el suministro y control de sistemas energéticos, la climatización, los sistemas de seguridad, los procesos de recogida de residuos urbanos,… Pero, estas aplicaciones se han extendido a otros espacios privados y públicos de nuestro entorno más próximo. Las calles de nuestros barrios, pueblos y ciudades han ganado en infraestructuras tecnológicas de la electrónica, la información y la comunicación, llegando a posibilitar la existencia de espacios wifi en equipamientos culturales, aeropuertos o plazas públicas. Los sistemas de iluminación, de suministro de agua y gas, de recogida, reciclaje y reutilización de residuos urbanos, de climatización en edificios públicos cerrados y abiertos, de seguridad en calles y plazas,… se han extendido hasta ir abarcando una parte sustancial de las ciudades (smart cities, urban solutions,…). Todo ello ha posibilitado un caldo de cultivo apropiado para el desenvolvimiento de los territorios, siempre atentos a la calidad de vida y a la seguridad. Ha facilitado, en aquellos lugares donde se han producido los mayores avances en las materias mencionadas, un posicionamiento óptimo como hábitats acogedores y de calidad.
Pero, por otro lado se han generado dinámicas centrífugas, en las que los propios crecimientos metropolitanos han provocado zonas de penumbra, no sólo lumínica, sino también tecnológica, de inseguridad, de degradación, de desigualdad. Llegando a darse el caso de realidades absolutamente contradictorias de territorios inteligentes con patios traseros absolutamente pre-paradigmáticos. Así mismo, nos encontramos con otro fermento de contradicción en el efecto que el desarrollo de la domótica ha suscitado en el hogar-vivienda. La integración de la televisión (en evolución permanente hasta las pantallas planas), los equipos de música, el ordenador personal (cada vez más portátiles y pequeños), el home cinema, la videoconsola, etc. han producido un doble efecto cocooning (Augé, 2005:122), de enclaustramiento en una vivienda-espacio de ocio autosuficiente, y efecto deseo, de sugerir necesidades nuevas de movilidad en búsqueda de lugares y espacios que se convierten en sueños anhelados.
La aceleración del tiempo y la globalización del espacio se han consolidado como efecto del desarrollo del paradigma científico-tecnológico en los últimos dos siglos (Castells, 1996), desde el arranque de la revolución industrial hasta la actual revolución de la sociedad del aprendizaje, conocimiento, creación e innovación. El tiempo inmediato y el espacio continuo han transformado la naturaleza y características de los actuales perfiles de la sociedad: el medio ambiente, la socio-demografía, la actividad económica, la política, la educación o la cultura. Como consecuencia, el problema de la identidad, personal y colectiva, preguntas explícitas e implícitas en torno al quién soy y quiénes somos, ha visto acrecentado su protagonismo en una realidad sociedad de una extraordinaria complejidad (García Canclini, 1999). Dicha cuestión aflora no sólo desde la perspectiva del debate político, en torno a la reacomodación de los territorios -estado, naciones, regiones y ciudades-, sino también desde el diálogo con la naturaleza y el resto de los seres vivos, la convivencia en el marco de sociedades mestizas y multiculturales, la mercantilización de la experiencia en tiempos de crisis, la desideologización de la política, la responsabilidad personal asumida en el tránsito de la educación al aprendizaje o la mass-mediatización y espectacularización