Las ciudades nacieron para el intercambio. Surgieron en los cruces de caminos, en los márgenes de los ríos, en los nudos ferroviarios, en las orillas costeras y portuarias. Las ciudades se conformaron en torno a una sencilla idea: compartir los excedentes generados con otros seres humanos que, a cambio, podían reportar bienes inalcanzables o desconocidos.
De esta manera, las ciudades se convirtieron en zocos, plazas, ágoras, zócalos, mercados, foros, ferias, arenas, anfiteatros, estadios, lonjas, donde vender y comprar, dar y recibir. Al principio, fueron bienes, luego productos, a los que sumar servicios para, más recientemente, incorporar experiencias.
Las ciudades han sido lugares de intercambio de elementos tangibles y, de modo creciente, intangibles. Junto a bienes y mercancías, el intercambio se ha ido enriqueciendo con lenguas, palabras, ideas, creencias, valores, sonidos, olores, paladares y estéticas diversas.
El intercambio de tangibles e intangibles ha tenido grados distintos de protagonismo, según las circunstancias. Los tiempos de penuria y sufrimiento han sido de cierre de filas en torno a la provisión de bienes y servicios de primera necesidad. Los tiempos de expansión han sido fecundos en la generación de ideas y artefactos jamás soñados.
La ciudad es también el intercambio surgido en la movilidad, a partir de un ir y venir por espacios públicos y privados. Calles, avenidas, bulevares, plazas, glorietas, parques y jardines son escenarios de tránsitos y encuentros. Estaciones, fábricas, oficinas y talleres, instituciones, tiendas y comercios, polideportivos, casas de cultura, locales de asociaciones, lonjas, txokos y sociedades, hospitales y ambulatorios, museos, bibliotecas y librerías, residencias y albergues, hoteles y establecimientos hosteleros, son espacios para recorrer, usar y compartir. A veces con una razón definida, de naturaleza laboral, comercial, educativa, sanitaria, social o lúdica. En otras ocasiones, el objetivo se diluye por un placentero o desconcertante deambular, sin función o motivación predefinida. Tanto las primeras como las segundas refuerzan el valor de intercambio de la ciudad.
Pero, en este contexto, la vieja internacionalización provocada por reinos, imperios y colonialismos, se vio agitada por el tsunami de la globalización, a partir de las herramientas proporcionadas por la tecnología del transporte y la telecomunicación, que permitieron hacer de las partes un todo continuo. De las ciudades y territorios de intercambio hemos pasado a una gran megalópolis mundial en la que todo, salud y enfermedad, bonanza y crisis, democracia y dictadura, ecología y cambio climático, equidad y desigualdad, filoxenia y xenofobia, paz y violencia, se difunden como globaldemias.
El intercambio surgido en cada ciudad se interconecta con el resto. Se genera una sociedad red de nodos y conmutadores, tal y como describió el actual ministro Manuel Castells. Junto al intercambio en el espacio de los lugares, afloró un nuevo intercambio en el espacio de los flujos.
Este escenario, del que la actual pandemia de coronavirus es un buen ejemplo, suscita la necesidad de sacar lo mejor del intercambio de proximidad con las aportaciones de este nuevo intercambio global y en remoto, haciendo frente a los numerosos efectos negativos generados: cambio climático, pandemias, desigualdad, migraciones forzosas o xenofobia.
En estos últimos años, estamos asistiendo a la concatenación de las globaldemias, de las que la pandemia del coronavirus es, posiblemente, sólo un eslabón más.
Ante tal coyuntura histórica, quisiera compartir algunas sugerencias, desde la humildad de quien se sabe frente a la complejidad en un período de profunda incertidumbre.
En primer lugar, sugiero poner en valor la contemplación. Aunque haya surgido en un escenario de obligado confinamiento, creo que puede ser fuente de mayor humildad personal y colectiva, de reconocimiento de la propia contingencia y de la vulnerabilidad colectiva. Y por otro lado, puede convertirse en una magnífica fuente de creatividad disruptiva, en la búsqueda de soluciones nuevas a problemas crónicos.
En segundo lugar, desde el confinamiento contemplativo, me gustaría le diéramos una vuelta al modelo de movilidad que hemos mantenido en las últimas décadas. Creo que tenemos una ocasión pintiparada para diseñar un modelo de movilidad que sea más eficaz y eficiente a la hora de afrontar el cambio climático, las pandemias, la desigualdad, las migraciones forzosas o la xenofobia.
En tercer lugar, la propia inmovilidad nos ha dado la posibilidad de repensar la conectividad. Tenemos una gran oportunidad de reorganizar, parcialmente en remoto, la producción, el trabajo, la educación, la sanidad, los servicios sociales, el comercio, el ocio, haciendo un uso sabio, más que inteligente, de las tecnologías disponibles. Desde la contemplación de nuestras prácticas confinadas, podemos evaluar aquellos ámbitos en los que la tecnología ha hecho más humana la vida cotidiana y en cuáles no.
En cuarto lugar, si algo he aprendido en este tiempo de confinamiento, contemplación y conectividad es el valor esencial de la proximidad.
El ser humano es un ser sociable. Es un ser vivo que tiene la capacidad de interactuar con el resto a través de una interesante combinación de vista, oído, tacto, gusto y olfato. Cinco magníficas plataformas para la proximidad.
Si algo voy afianzando con el paso de los días, en este escenario de dudas e incertidumbres, es que la proximidad, a través de sus cinco sentidos, es lo que nos hace humanos. Por ello, os invito a aprovechar el obligado confinamiento para: dedicar más tiempo a la contemplación, introspectiva y social; rediseñar nuestro modelo personal y colectivo de movilidad; analizar los pros y contras de la conectividad utilizada exponencialmente en las últimas semanas; y apostar por la salvaguardia de la proximidad presente y en el futuro que acabará por llegar y con salud.
Cuidaos para cuidarnos a todas y todos.