En el momento en que uno comienza a escribir estas líneas tiene la sospecha de que pocas serán las personas que se vayan a tomar el trabajo de leer el artículo, parcial o íntegramente. Evidentemente, en parte dependerá de la destreza del autor. De la elección de un título que sea suficientemente llamativo. De la referencia a un tema que pueda estar entre los intereses de la persona lectora. Pero, más allá de la gracia de la persona que lo escribe, del tema, del título o de estas primeras líneas, la lectura o no vendrá de la falta objetiva de tiempo o de la percepción de no disponer de él.
Desde que la industrialización fue ocupando los espacios centrales de nuestro devenir cotidiano se fueron configurando nuevas experiencias del tiempo. Al inicio, la era industrial se conformó con introducir un tiempo social, organizado en torno a la jornada laboral, con principio y fin, limitando al máximo los tiempos de sueño, descanso, cuidado propio, actividades de ocio y socialización. El fecundo paradigma de la ciencia y la tecnología hicieron más eficaces los procedimientos, regalando tiempo a la compra y al consumo de bienes, productos, servicios… y experiencias. El tiempo social fue fragmentándose en agendas personalizadas, en las que cada ser humano iba mestizando tiempos de educación y trabajo, con tareas reproductivas o con actividades de ocio. Poco a poco, la agenda común, fijada en sus intervalos por sirenas de fábricas y repiques de campanas, fueron dando paso a relojes de muñeca que organizaban las idas y venidas de cada persona según la función a desarrollar en cada momento y circunstancia.
Los cambios en la organización y el uso del tiempo en la actual sociedad emergente se han ido sucediendo en las últimas décadas, con un elevado proceso de aceleración. Se ha ido produciendo una paulatina disociación con el tiempo natural, de la noche y el día, de las marcadas estaciones del año, obedientes rutinas sujetas a los movimientos de rotación y traslación del planeta Tierra. Se han abierto profundas brechas y fisuras en el tiempo social, conformado por el “abierto de 10 a 2 y de 4 a 8” de décadas pasadas y el actual “abierto 24 horas al día, 365 días al año”. El tiempo personal se va configurando a la carta, en torno a los compromisos y tareas que nos llevan por el trabajo en semana o en fin de semana, a lo largo de todo el año o sólo en épocas concretas del mism, en horarios de noche o en turnos rotatorios… Todos los tiempos se han acelerado.
El joven tiempo inmediato ha irrumpido en los escenarios del tiempo conocido poniendo patas arriba los órdenes preestablecidos. La experiencia vital de la tarea pendiente, la necesidad de cumplir con más de una función de modo simultáneo, la vergüenza autoinfligida por la incapacidad para responder a todo y a tiempo, el estrés vital convertido en experiencia diaria, han irrumpido en nuestras vidas.
La aceleración del tiempo que conlleva el tiempo inmediato implica un profundo desequilibrio en el hábitat, el ecosistema y la biosfera en la que se desenvuelve nuestra existencia. Dicha existencia acelerada implica una mayor sobreexplotación y un uso abusivo de espacios y recursos de nuestro entorno, con el consiguiente impacto, la reducción de la biodiversidad, el consumo energético desaforado y la contaminación de aire, agua y suelo.
Ese deterioro del tiempo social, del encuentro con las personas, de la vida comunitaria y familiar, en torno a tiempo ordinarios y extraordinarios, está provocando situaciones de aislamiento y soledad desconocidas en épocas pasadas, asociadas a un profundo proceso de individualización y fracturas del contrato social preexistente.
La exigencia inmediata de respuestas al tiempo personal impacta en la frágil esencia del equilibrio, generando alteraciones en la salud física y mental de las personas, incide negativamente en la calidad y la cualidad de las respuestas e incluso, a medio y largo plazo, reduce la cantidad de respuestas que somos capaces de dar a los retos laborales, familiares o sociales cotidianos
Es momento de recuperar la serenidad y el equilibrio también en el uso del tiempo. La reivindicación de la sana convivencia con los tiempo natural y social, junto a la desaceleración del tiempo personal, van a generar beneficios inmediatos tanto en el desarrollo medioambiental como social, económico y cultural de nuestras ciudades, territorios y comunidades.
Estamos hablando de una tarea que tira del compromiso y responsabilidad individual, pero necesita de un marco de políticas integrales e integradas que lo facilite. Y exige una gobernanza relacional, entre instituciones, empresas, entidades sociales y ciudadanía que lo posibilite.
Tenemos bastantes ministerios y departamentos públicos centrados en el correcto uso del espacio, en la ordenación del territorio, en la protección medio ambiente, en la transición ecológica, en el urbanismo circular… ¿Para cuándo un Ministerio del Tiempo que posibilite un marco para esta transición equilibrada?
Publicado en el periódico El Correo y Diario Vasco (4-2-22)