Desde finales del siglo XIII, el mundo rural sufre un profundo estancamiento, en el que los linajes se enfrentan en guerras banderizas, y, por otro lado, crece el papel de nuevas villas artesanales y comerciantes con población que busca el amparo de las familias próximas a la realeza (García de Cortázar, 1990).

El 15 de junio de 1300, el Señor de Vizcaya, don Diego Lope de Haro, otorga una Carta Puebla a los habitantes de lo que, a partir de aquel momento, será reconocida como la Villa de Bilbao (Cava, 2008). Dicho documento fija el monopolio del  tráfico portuario comercial por la Ría, exenciones fiscales, elección de cargos y competencias, mercado semanal y límites del territorio. Posteriormente, nuevos textos de reconocimiento por los Señores de Vizcaya y Reyes de Castilla aumentan los privilegios comerciales, franquicias y exenciones, entre los que sitúa el paso obligado de los productos castellanos (lana y trigo sobre todo) y hierro de la provincia hacia el puerto de la Villa, camino de los puertos franceses, ingleses y flamencos.

La villa es ocupada por una población de artesanos, comerciantes, armadores, transportistas y ferrones, con significativas diferencias económicas: unas cuantas familias propietarias de bienes inmuebles, beneficios comerciales y de fortuna; un grupo amplio de pequeños comerciantes y artesanos; y un proletariado incipiente vinculado a tareas de producción artesanal (García de Cortázar & Montero, 1980).

Bilbao cuenta, inicialmente, tres calles (Somera, Artecalle y Tendería) rodeadas por una muralla cuyo límite estaba en lo que ahora identificamos como la calle Ronda y el propio perímetro de la Ría. A lo largo del siglo XIV, a las primeras tres calles se sumarán cuatro nuevas (Belosticalle, Carnicería Vieja, Barrencalle y Barrencalle barrena) hasta configurar las originales Siete Calles, con una secuencia de cantones transversales. Las iglesias de Santiago (posteriormente Catedral) y de San Antón (ocupando posteriormente el otrora alcázar militar junto al río), completan junto a los conventos y ermitas de las periferias el plano de la vieja villa.

El ocio de aquella villa medieval se vive como hecho y como bien (San Salvador del Valle, 2006), en la configuración de un ocio popular. La vivencia del ocio acompaña al ser humano desde el inicio de su propia existencia, en la necesidad de festejar, de romper la cotidianeidad de la vida mediatizada por el ciclo natural rural que va de la siembra a la cosecha, sobre el que se superpone el calendario litúrgico de celebraciones cristianas y el generado por las nuevas actividades artesanales y comerciales de la villa. En conclusión, una serie de fiestas de origen pagano, convertidas al cristianismo y derivadas del calendario rural al urbano como eje del ocio de la Villa. Celebraciones lúdicas y festivas en torno a los escasos espacios abiertos de la estructura cerrada por la muralla y la Ría; los espacios abiertos de las anteiglesias vecinas en romerías; y los establecimientos cerrados en el interior de la Villa en torno a bebidas, viandas y actividades menos lícitas. Junto al ocio popular, pequeños atisbos de un ocio noble vinculado a los linajes banderizos procedentes de la Tierra Llana y un muy incipiente ocio burgués de las nuevas familias propietarias nacidas de los negocios de los gremios artesanos y comerciales.

La ciudad actual hereda para, su presente de ocio, el patrimonio de una trama urbana medieval (las Siete Calles) perfectamente reconocible y, extraordinariamente, conservado, tanto en su trazado como en su edificación. Así como la tradición de fechas, celebraciones, ferias, mercados y lugares que, en contadas ocasiones mantienen el significado primigenio, pero en casi todos los casos la memoria de tiempos medievales paganos y cristianizados. El ocio de Bilbao no se puede entender sin la memoria presente en su villa medieval.