En este arranque de la primavera, ocupaba mi pensamiento la figura de ese ser humano que hace ya prácticamente un año, el 24 de mayo de 2015, dio un paso adelante y formó parte de las listas de cualquiera de los partidos políticos que se presentaron a las elecciones municipales. Mi pensamiento se centraba, especialmente, en aquellas y aquellos que tuvieron la buena o mala fortuna, según se mire, de resultar elegidos. Y sobre todo, mi preocupación se concentraba en aquellas personas que, en el juego de las mayorías y minorías, asumieron el compromiso y el reto de convertir el arte de la política en el buen gobierno de la ciudad.

En mis reflexiones, me detuve en la importancia del sentido de la responsabilidad que debiera acompañarles en su actividad política por estar interviniendo, cual cirujanos, maestros o jueces, en el bienestar y bienser, presente y futuro, de sus convecinos. Y fijando la atención en ese término intervención, observaba que la política se había centrado en la generación de estructuras dirigidas a la sociedad en su conjunto, tal vez por influjo del derecho y la sociología.  Aunque en las últimas décadas, percibía como la economía y la gestión habían desplazado su eje de atención hacia los resultados y los recursos. Y me planteaba la posibilidad que estos cargos electos hicieran sitio, sin menoscabo de lo anterior, a la psicología y la pedagogía, para incrementar su sensibilidad para con los procesos y las personas.

He de confesar que, en este diálogo interior, aun siendo militante de la transdisciplinariedad, mi formación inicial como historiador y geógrafo me empujaba a reivindicarles una mayor atención al sentido diacrónico -en el aprendizaje de tiempos pasados- y  sincrónico –en el estudio de la experiencia de ciudades coetáneas-.

En aquel circunspecto paseo me preguntaba quién gobierna nuestras ciudades. Mi respuesta súbita fue: las instituciones. Y si de ciudades se trataba: los ayuntamientos. Pero, una mirada más sosegada a la realidad, me llevaba a pensar más bien en una gobernanza multinivel, en la que otras instituciones públicas condicionan en sobremanera su actuación. Recordaba el caso de las medidas de austeridad impuestas por la Comisión Europea y que tanta trascendencia están teniendo en la disponibilidad presupuestaria de nuestras instituciones. Y por otro lado, observaba una gobernanza multisectorial, donde el tejido empresarial, en unos casos, y las entidades sociales o la propia ciudadanía, en otros, llegaban a marcar el paso. Por ejemplo, me desazonaban las noticias recientes de empresas multinacionales tomando decisiones que posibilitan o limitan futuros a los municipios, mediante inversiones o deslocalizaciones. En mi retina se acumulaban imágenes de plataformas, asociaciones, oenegés o sindicatos planteando alternativas políticas a las propuestas desarrolladas por instituciones o empresas. Refrescaba las fotografías de la presión ciudadana en las calles haciendo dimitir a políticos implicados en prácticas ilegales y carentes de toda ética.

Me imaginaba a las y los recién elegidos alcaldes y concejales subsumidos en un endiablado escenario de agentes con los que abordar una gobernanza democrática, capaz de encontrar el punto de equilibrio entre: la legitimidad que el carácter electivo y representativo les otorga como cargos públicos de instituciones en la salvaguarda del interés común; la legalidad que ampara a la sociedad organizada, a través de iniciativas empresariales o entidades sin ánimo de lucro, en la defensa de intereses de las partes; y el derecho de ciudadanas y ciudadanos a ser informados, escuchados, participar en el diseño, creación, desarrollo, evaluación y asunción corresponsable de los resultados, para poder sentirse cómplices de la ciudadanía que comparten.

¿Y cómo acompañarles en esa difícil encomienda?

En primer lugar, me gustaría sugerirles un aggiornamento de las ideologías, de lo que entienden es el sentido, el fin último, de su gobierno de la ciudad.  Las ideologías que inspiran la construcción de sus discursos políticos actuales tienen su origen en los siglos XIX y XX. Incluso, en los relatos relacionados con la llamada nueva política, encontramos  la  inspiración reconocible de ideologías alternativas surgidas en los años sesenta del pasado siglo. Las corrientes ideológicas actuales no han hecho suficiente acuse de recibo del profundo impacto del paradigma científico-tecnológico, de esta revolución del espacio continuo y global, del tiempo acelerado e inmediato.

Los partidos políticos, en su comprensible anhelo de alcanzar poder para hacer realidad sus propuestas de ciudad, amplían su espectro ideológico.  Alcanzan de esta manera un volumen suficiente de respaldo ciudadano que no lograrían restringidos a una estricta pureza ideológica. Además, se ven abocados a nuevas mixturas con otros partidos y sus corrientes ideológicas para alcanzar mayorías suficientes de gobierno.

La sana y democrática pluralidad, reflejada en gobiernos de acuerdo y consenso, provoca como efecto no deseado un desfiguramiento de las ideologías pero, sobre todo, un  limitado proceso de actualización, que deriva en una respuesta superficial a los cambios profundos que la globalización y la aceleración están provocando.

En segundo lugar, me gustaría invitarles al desarrollo de gobernanzas relacionales, multinivel y multisectorial, para alcanzar un buen gobierno de las ciudades, que también deberá serlo de los territorios y del mundo. La praxis política se concreta en un conjunto de instrumentos -estrategias, planes, presupuestos, normas, equipamientos, programas, servicios y eventos- que plasman en la realidad las ideas previamente formuladas. Pero, en el proceso de toma de decisiones, observamos que la globalización y la aceleración han hecho estragos. Han provocado seísmos importantes en la distribución competencial. Los estados resultan pequeños para resolver problemas globales y son demasiado grandes para hacer frente a las cuestiones cotidianas. Mientras, los territorios y ciudades sufren una importante limitación de competencias y recursos a la hora de hacer frente a las crecientes demandas ciudadanas. Y el gobierno del mundo no acumula la autoritas y potestas suficientes para hacer frente al poder, ya globalizado, de algunas empresas.

En tercer lugar, quisiera compartir la idea de que la sociedad de la transformación constante, del riesgo y la incertidumbre, exige una política, un gobierno de la ciudad que, además de nuevas ideas y praxis, desarrolle un estilo de aprendizaje continuo, en la apertura a la adquisición y desarrollo permanente de conocimientos, competencias  y valores. Y un gobierno de las emociones, con un alma social y una sensibilidad especial para con los sentimientos, motivaciones y valores de las personas que habitan nuestras ciudades.

El buen gobierno de las ciudades está necesitado de: relatos ideológicos actualizados; maneras alternativas de distribuir y relacionar poderes y recursos; apertura permanente a la innovación; y reconocimiento del valor de las inteligencias múltiples.

(Publicado en el periódico DEIA, 27-4-16)