NUESTRA sociedad gusta de valorar y mostrar su reconocimiento a los que triunfan. No dudamos en jalear y aplaudir los éxitos en el deporte, en los negocios, en la política o en cualquier otro ámbito. No pocas veces esas historias de esfuerzo y entrega nos sirven de inspiración a la hora de afrontar los pequeños retos de nuestra vida cotidiana. Pero mayores lecciones aún nos dan las historias de quienes pudiendo transitar por las grandes avenidas de la celebridad optan por recorrer los senderos agrestes del sacrificio, la renuncia y el servicio. Esas sí que son hazañas de las que aprender.
Una de esas historias es la de San Francisco de Borja, cuyo quinto centenario se celebrará hoy en su natal Gandía, en Valencia. Parece oportuno recordar que San Francisco de Borja pasó dos años de su vida en nuestro país. San Ignacio afirmó al conocer el deseo de Borja de hacerse jesuita que «el mundo no tendría orejas para oír el estampido» que provocaría su entrada en la Compañía. El estampido se produjo precisamente en el periodo que Borja pasó en el país de Ignacio.
San Francisco de Borja nació en Gandía en 1510. Descendía de familia real y llegó a ostentar los más altos honores: gran primado del emperador Carlos V, caballerizo de la emperatriz Isabel, duque de Gandía, gobernador, virrey de Cataluña… Sin embargo, hubo episodios que aceleraron la conversión de quien fue siempre una persona devota: la vista del cadáver de la emperatriz, que le llevó a decir «nunca más servir a un señor que se me pueda morir»; la dolorosa muerte de su esposa Leonor de Castro con la que tuvo ocho hijos y, finalmente, la experiencia de los Ejercicios Espirituales, que le llevaron definitivamente a hacerse jesuita.
El Papa y el emperador pretendieron hacerlo cardenal, pero él tenía muy claro su propósito de renunciar a honores. Optó por rasurarse cabeza y barba y por refugiarse en la ermita de la Magdalena en Oñati. Como dice el historiador Azpiazu en el libro que han publicado este año los vecinos de la localidad guipuzcoana: «Él había venido a esconderse en las montañas vascas, y Oñati se mostraba como el lugar ideal para ello. Además, los jesuitas ya disponían de una espléndida casa en el centro de la villa, cerca de la parroquia y de la universidad, la de los Araoz. Pero a Borja le pareció demasiado lujosa y poco apropiada para sus propósitos, pues buscaba un lugar más humilde y todavía más retirado». Allí dormía, en un escalón.
En esa ermita se ordenó sacerdote el 26 de mayo de 1551. Su primera misa solemne y pública la dio el 15 de noviembre en la ermita de Santa Ana en Bergara, habiendo dicho su primera misa privada en la casa de san Ignacio, en Azpeitia, unos meses antes. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos asistieran y hubo que poner el altar al aire libre para poder acoger a los 10.000 fieles que quisieron ver con sus propios ojos al Duke Santua.
En nuestras tierras, Borja se dedicó a predicar y pedir limosna. Recorría los pueblos de Gipuzkoa haciendo sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la instrucción. Se extendió también a Pamplona y Bilbao. El biógrafo cardenal Cienfuegos afirma que le acompañaba al principio un traductor, pero que llegó a «cobrar alguna noticia del idioma del país pudiendo hablar a los rústicos y a los niños en su propia lengua». Podemos imaginar al noble de alta alcurnia, que en su juventud estudió latín, música, lenguas, matemáticas y filosofía, predicando y pidiendo limosna por nuestros pueblos, y valiéndose de unos pocos rudimentos de euskera para relacionarse con la gente sencilla.
Luego vendrían las altas responsabilidades en la Compañía de Jesús, primero como Comisario para España y Portugal, y luego como tercer general de la Compañía. Dicen que fue un gran General para los jesuitas, un «segundo fundador», que propagó la misiones y la evangelización, fundó colegios, noviciados y creó lo que sería la Universidad Gregoriana de Roma… Todo ello lo hizo con la misma humildad que demostró cuando pasó por estas tierras.