La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en su artículo 24 consagraba el derecho al descanso y al disfrute del tiempo libre. Por primera vez, se reconocía el derecho a un tiempo no necesariamente productivo, reproductivo o compensador. Ya no se trataba sólo de descansar lo justo y necesario para volver a trabajar. Tres décadas después, la Constitución Española de 1978, en su artículo 40.2 completaba el derecho al descanso necesario con el de las vacaciones periódicas retribuidas. Garantizaba un tiempo de libre disposición dotado con recursos propios, que se podían dedicar a otras dimensiones de la existencia humana, una u otra actividad,  a la adquisición de uno u otro bien, producto o servicio. Se asentaban las bases de una economía del ocio a configurar en torno a nuevos sectores económicos.

Símbolos reservados a las élites dirigentes se incorporan progresivamente a la lógica industrial productiva. Una parte sustancial de la cultura se convierte en industria: libros, música, cine,… El viaje al alcance de aventajados, aventureros y misioneros se transforma en la economía del turismo, industrializando los vínculos que unen orígenes y destinos. La actividad física y la gimnasia adoptan las formas de industria del deporte. Las tecnologías emergentes incorporan soportes como la radio y la televisión, dando lugar a las industrias de la comunicación y recreación. La industrialización del tiempo disponible da lugar a la democratización de los ámbitos del ocio y a un consumo de masas hasta entonces  desconocido.

La transición de una a otra lógica modifica la naturaleza del capitalismo de la primera industrialización, de la producción de bienes y servicios. Esta nueva realidad es abordada con maestría por Joseph Pine y James Gilmore en su obra La economía de la experiencia (1999). Ponen nombre y apellido a una economía basada, no tanto en la compraventa de bienes, productos o servicios, como en la mercantilización a las experiencias.

Toda experiencia contempla aspectos objetivos tangibles -bienes, productos, servicios,…- y otros subjetivos intangibles -emociones, sentimientos, motivaciones, valores, percepciones,…- que acompañan las vivencias cotidianas y extraordinarias de las personas. Y es, desde esta segunda aproximación al ser humano, donde se viene generando un intenso proceso de creatividad, desarrollo e innovación desde mediados del siglo XX.

La economía de la experiencia, la generación de experiencias de interés para los ciudadanos, potenciales usuarios y consumidores, se ha ido extendiendo. Y con ella, las industrias de lo intangible, aquellos sectores económicos que son capaces de poner en valor aspectos de nuestra existencia que sólo habían sido observados en su materialidad. La música sufre como industria fonográfica pero crece como espectáculo en vivo, festival o concierto. El deporte se consolida como espectáculo de masas, práctica individual o riesgo extremo. El turismo se reinventa como viaje y aventura hacia destinos impensables. La recreación al aire libre ocupa espacios otrora poco apreciados y en el interior de los hogares reproduce vivencias imaginativas y fascinantes. El valor subjetivo de la experiencia se sitúa muy por encima del coste material de sus contenedores.

La industria 4.0 puede hacerse también industria de lo intangible. La materialidad del bien, producto y servicio puede ser transformada por la fuerza de motivaciones y valores, motor de nuestras existencias. Las industrias creativas y del ocio son el humus donde fermentan las experiencias que mueven nuestras voluntades. Generamos una economía en sí misma y, además, tiramos de esa economía de lo tangible. Como el día en que la compañía automovilística volatilizó el coche para sustituirlo por un lacónico: “¿te gusta conducir?”, sustituyendo el producto por la experiencia. Para entonces, el diálogo entre los fabricantes de cosas y los generadores de experiencias llevaban muchas horas de rodaje en la carretera.

Pero, además, las industrias de lo intangible tienen otro valor añadido: la capacidad de generar de empleo. Frente a la disociación actual entre proceso de reactivación industrial y  creación de empleo, fundamentalmente por la incorporación intensiva de tecnologías de nueva generación, las industrias de lo intangible se basan en los seres humanos que las hacen realidad. Creativos, artistas, artesanos, gestores culturales, músicos, arquitectos, interioristas, actores, guías-intérpretes turísticos, modistos, deportistas, comunicólogos, gráficos, publicistas, técnicos deportivos o desarrolladores de contenidos digitales son profesionales que aportan valor añadido a la experiencia que generan, ofrecen y posibilitan. Son profesionales talentosos, con formación sólida de base y a lo largo de la vida.

Por si fuera poco, las industrias de lo intangible tienen un marcado carácter endémico, contagioso, puesto que arrastran a las industrias de lo material a un escenario de permanente creatividad e innovación. Incorporan a los bienes, productos y servicios conocidos nuevas aproximaciones que, más allá de lo formal, acaban provocando cambios de concepto, de uso y aplicación. Es la revolución de la creatividad y del diseño, la revolución de los intangibles.

La economía de la experiencia y las industrias de lo intangible suponen una gran oportunidad para la re-humanización de nuestra sociedad, avanzando en mayores cotas de bienestar y bienser de las personas.

[Publicado en El Correo. 20-1-16]