Observador privilegiado de la cultura europea contemporánea,
falleció en Múnich a los 73 años
Sir Peter Jonas tenía muchas y variadas pasiones. Pero lo que más le gustaba, sin duda, era vivir. Solo así se explica que, ante la incredulidad de sus propios médicos, lograra sobrevivir una y otra vez a los diversos tipos de cáncer que no cesaron de acosarlo durante dos tercios de su vida. Cuanto más menguaba su cuerpo, cuanto más se espigaba su figura, cuanto más duro era el golpe, mayor era su determinación para hacerle frente con una sonrisa franca y un optimismo de estirpe panglossiana. Pero el miércoles fue doblegado por fin en Múnich a los 73 años y es difícil que nadie que lo conociera personalmente no lo recuerde con cariño, asombro y admiración.
Londinense de nacimiento, hijo de un refugiado judío alemán y una madre jamaicana con sangre libanesa y escocesa que fue retratada por Max Liebermann, Jonas cursó estudios universitarios y musicales en su país antes de entrar en contacto con la Royal Opera House, cuyo director general de entonces, John Tooley, lo puso en contacto con Georg Solti. Fascinado por su personalidad, el director de orquesta húngaro lo contrató como su asistente personal en Chicago en 1974 y, poco después, como administrador artístico de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, que vivió una época dorada gracias a su visión artística única: solo él podría haber conseguido, por ejemplo, que quien con el tiempo se convertiría en uno de sus mejores amigos, Carlos Kleiber, dirigiera por primera vez a la orquesta en el que fue también su debut sinfónico en Estados Unidos en 1978.
De allí, a pesar de la falta de experiencia en un puesto similar, dio el salto a la English National Opera tras haber cautivado en esta ocasión a Lord Harewood. Fue su director general durante la última edad de oro que ha conocido la institución, renovada de los pies a la cabeza por Jonas y convertida casi en un laboratorio de experimentación operística, como atestiguan muy recordadas producciones de David Alden o David Pountney, con quien trabajó codo con codo. El prestigio internacional que se labró durante nueve años fue el que le abrió las puertas de la Ópera Estatal de Baviera, un teatro muy conservador donde fue recibido con grandes recelos, pero donde sería despedido trece años después como un héroe, cargado de honores. Le gustaba contar que su íntimo amigo Zubin Mehta y él eran las únicas personas que tenían dos butacas reservadas para todas las funciones del teatro. Y el retrato que le hizo Charlotte Harris en 2006, que cuelga en un lugar preferente del vestíbulo derecho del patio de butacas, servirá de perenne testigo de un teatro que sigue debiéndole buena parte de sus actuales fisonomía y prestigio. El próximo lunes, Elsa Benoit cantará en su memoria, con el teatro vacío, “Piangerò la sorte mia”, de Giulio Cesare de Handel.
Jonas amplió el repertorio decididamente hacia delante, con encargos de nuevas obras y clásicos modernos poco frecuentados, y hacia atrás, con la recuperación de títulos barrocos olvidados. Él fue uno de los principales artífices de lo que se bautizó como el Renacimiento de las óperas de Handel, aunque sin olvidarse de sus antecesores naturales: Claudio Monteverdi y Francesco Cavalli. Apostó siempre por puestas en escena que otorgaran un valor añadido actual a óperas que habían permanecido en la sombra durante siglos. Hizo tocar a la orquesta de Múnich con criterios historicistas, una tarea en la que su principal cómplice fue Ivor Bolton, cuya carrera se cimentó justamente en Múnich, alentado, guiado y apoyado incondicionalmente por Jonas. Ambos, junto con el citado David Alden, abrieron las puertas a una nueva manera de entender, escuchar y visualizar la ópera barroca. La última vez que Sir Peter Jonas visitó Madrid fue justamente en marzo del año pasado, para asistir a una de las representaciones de La Calisto de Cavalli: un feliz ejercicio de nostalgia, ya que la producción se había estrenado originalmente en Múnich bajo su égida en 2005, un año antes de que decidiera dejar su puesto y retirarse para, mientras su salud bajo permanente amenaza se lo permitiera, vivir.
Podía ya dedicarse a sus otras aficiones (escalar montañas, conducir buenos coches, comer y beber bien, visitar museos, viajar) y fue también entonces cuando cumplió el viejo sueño de recorrer Europa a pie de norte a sur, de Escocia a Sicilia, siguiendo simbólicamente los pasos de su admirado Patrick Leigh Fermor. O de disfrutar en su casa de Zúrich de su colección de arte, que incluía grandes obras maestras (incluido un Ribera del que hablaba con el cariño de un padre por un hijo). Cuando, en 2018, la enfermedad le impidió ver en el British Museum la exposición Charmed Lives in Greece, que contaba la amistad entre Nikos Hadjikyriako-Ghika, John Craxton y el propio Leigh Fermor, le regalé el imponente catálogo y él me mandó una fotografía de otro cuadro de su colección, que representa una esbelta figura masculina en actitud meditabunda, que tenía por uno de los mejores pintados por Craxton, y añadió con orgullo casi infantil: “Algunos dicen incluso que se parece a mí”.
Defendía que si la ópera había sido la gran forma artística del siglo XIX y el cine del siglo XX, las series de televisión habían tomado el testigo en el XXI. Era un apasionado de Breaking Bad y en más de un acto oficial apareció ataviado con una camiseta con un dibujo de Heisenberg, adornada con uno de sus sempiternos y coloristas fulares. Quienes quieren formarse una idea de cómo era Sir Peter Jonas en acción pueden ver la conversación que mantuvo con Vince Gilligan, el creador de Breaking Bad, el 27 de agosto de 2013 en el Centro de Ciencias Sociales de Berlín (WZB), con el que tenía una estrecha relación. Gilligan escuchó admirado su primera pregunta: sobre la importancia, el significado o las segundas lecturas que tiene la calvicie de varios de los personajes de la serie.
Pero este obituario debe virar ya necesariamente hacia los recuerdos personales. Cuando en 2017 se conmemoró en Bayreuth el centenario del nacimiento de Wieland Wagner, el día antes del estreno de una nueva producción de Los Maestros Cantores, la familia encargó a Jonas que hiciera la laudatio del homenajeado, un honor que hubieran querido para sí muchos alemanes. Fue el discurso más brillante, profundo e inteligente que cabe imaginar en esas circunstancias, leído en un alemán de altísimos vuelos y con un dominio absoluto de la oratoria. Y varias de las palabras que utilizó entonces para referirse al director de escena bien valdrían para caracterizarlo ahora a él mismo: “reformador, carismático, brillante y radical”. Lo llamó también “héroe” y enseguida veremos reaparecer esta palabra dedicada asimismo a él. Pero es el final de aquel histórico discurso el que ahora encaja como anillo al dedo, mutatis mutandis, en este recuerdo póstumo de Sir Peter Jonas: “Wieland Wagner se liberó para amar, para vivir y para crear una obra que cambió el paisaje teatral europeo para siempre. Logró el objetivo catártico del teatro musical en su forma más pura: no sólo buscar el alma, sino conmoverla. Estamos en deuda con su legado: no volver a barrer, nunca más, nuestro pasado bajo la alfombra y no volver jamás a quedarnos callados”.
En enero de 2019 acudió a la invitación que le había hecho la ABAO para hablar en su ciclo Opera bihotzetik. Hacía tres meses que sus médicos le habían dado tres meses de vida. Canceló todos sus compromisos, pero olvidó suspender su charla en Bilbao. Llegó con su mujer, la violinista Barbara Burgdorf, con un hilo de vida, pero dejó deslumbrado a cuantos lo escucharon y disfrutó enormemente paseando por la ciudad y visitando sus museos. En julio le dedicaron por sorpresa todas las funciones de la nueva producción de Agrippina, dirigida también por Barrie Kosky y, a pesar de su extrema debilidad, no faltó a ninguna función en el Prinzregententheater, con un gorro cubriéndole la cabeza para esconder las secuelas de la enésima extirpación de un tumor. En algún caso, recién llegado desde el hospital, se vio obligado a seguir lo que quedaba de función agazapado entre bastidores. Su entusiasmo no se arredraba ante nada.
El pasado 9 de noviembre convocó a amigos de todo el mundo en un restaurante de Múnich a una cena que tenía todos los visos de ser una despedida. La invitación llevaba impreso un chiste de The New Yorker, en el que un hombre en bañador y con gafas de sol, paseando despreocupadamente a la orilla del mar, le dice a la muerte, también en bañador y guadaña en mano: “Y entonces pensé: ¿por qué no vivir otro poco?” Flanqueado por sus médicos, Liselotte Goedel-Meinen y Folker Schneller, ataviado con la falda escocesa de las grandes ocasiones, casi incapaz de tenerse en pie, de su boca salía tan solo un hilo de voz casi inaudible. Sonriendo, nos dijo a los que estábamos cerca de él en su mesa que no concebía un castigo mayor para alguien que disfrutaba tanto hablando en público. Pasó casi toda la cena tumbado, acribillado por el dolor. Aun así, dedicaba su mejor sonrisa a cuantos se acercaban a él: todos hacían lo mismo y, cuando se daban media vuelta, lloraban. Al principio de la cena, Goedel-Meinen hizo un repaso de su abrumador historial médico que dio la medida de todas las batallas en que había logrado salir victorioso. Y concluyó ciñendo su frente con una corona de laurel, como se honraba a los antiguos héroes romanos.
Una de las grandes pasiones de Sir Peter Jonas era la música de su compatriota Sir Michael Tippett y, más en concreto, sus óperas. Con su generosidad habitual, me regaló nada más publicarse la casi definitiva biografía del compositor escrita por Oliver Soden y yo le correspondí muy modestamente enviándole el catálogo de una pequeña exposición sobre Britten y Tippett que pudo verse el verano pasado en la Red House de Aldeburgh. Soñaba con que se representara por fin alguna ópera del compositor en España y, más en concreto, en el Teatro Real. Contaba para ello con la complicidad de su fiel amigo Ivor Bolton, su director musical, y en uno de nuestros últimos intercambios de mensajes mencionaba incluso King Priam como una excelente candidata. Si su sueño se hacía realidad algún día, me prometía, “allí estaré: ¡vivo o muerto, como solía decirse en los westerns de Hollywood!”. Nos vemos en Madrid, Sir Peter.
Obituario escrito por Luis Gago y publicado en EL PAÍS
Su conferencia íntegra en DeustoForum: