Durante al menos tres décadas y media, entre 1975 y 2009, ETA ha extorsionado a miles de empresarios, directivos y profesionales vascos y navarros para que pagaran el que eufemísticamente calificaba de “impuesto revolucionario”. La banda terrorista ha ejercido sobre estas víctimas de persecución una fuerte presión chantajista que se ha traducido habitualmente en amedrentamientos a sus familiares, atentados sobre sus bienes o sus personas, secuestros y, en ocasiones, asesinatos, provocando un enorme sufrimiento a un círculo amplio de población.
Las personas afectadas por esta práctica extorsionadora eran las que habitualmente dirigían las empresas del País Vasco y Navarra y sus decisiones de inversión se vieron condicionadas por su convivencia habitual con el terror. La paralización de proyectos empresariales y la huida de negocios y de personas a otras geografías más amables ha causado un enorme daño económico, así como la pérdida de oportunidades de inversión provenientes del exterior, pues el ambiente de miedo que se respiraba no era propicio para atraer a inversores.
Proyectos fracasados, como el de la central nuclear de Lemóniz, o encarecidos, como algunas infraestructuras relevantes (la autovía de Leizarán), también han supuesto un altísimo coste económico, al que hay que sumar la dificultad de aprovechar al máximo el potencial turístico de la región y la posible influencia perniciosa sobre la vocación empresarial de la juventud, que se traduce en un número menor de emprendedores.
No resulta una tarea sencilla aglutinar todos estos factores de coste económico y traducirlos con exactitud en un porcentaje de PIB perdido para la economía vasca y navarra. Pero más allá de que se logre establecer una cifra aproximada, existe otra consecuencia más profunda de la extorsión y la actividad terrorista que las entrevistas realizadas en el curso de esta investigación han sacado a la luz y que debe colocarse en lugar preferente en el análisis del coste que ETA ha supuesto para la sociedad. Se trata de la perversión de las relaciones laborales, mercantiles, políticas y culturales entre los ciudadanos.
El empleo de la violencia ha provocado víctimas pero también beneficiarios que han tratado de aprovecharse de la extorsión terrorista forzando la toma de decisiones que les favorecían en las negociaciones entre sindicatos y empresarios, en transacciones mercantiles, en el apoyo social a causas aparentemente culturales y en la consecución de determinados objetivos políticos.
Estas prácticas mafiosas, extendidas por la geografía vasca y navarra con un éxito acorde a la presencia mayor o menor de la amenaza terrorista de ETA, han emponzoñado las relaciones sociales y, a la larga, suponen un peligro y un coste superior al de cualquier otro concepto.