En esta cultura de influencers, coach, entrenadores personales, prescriptores y demás consejeros de la transformación personal, frecuentemente empiezan con una frase parecida a ha llegado la hora. Es tiempo de cambiar, es un cambio de fase, es un cambio de mentalidad. El asunto es a qué queremos o necesitamos cambiar.
Cuando Jesús en el Evangelio ora por los suyos, está orando, no por Él sino por los otros, por la comunidad. La gran diferencia entre muchas propuestas y las del Evangelio es el horizonte del cambio. El horizonte es lo mejor para la humanidad, es el horizonte del amor que nos saca de nuestro propio querer e interés.
Esta pandemia en algún modo nos está diciendo que ha llegado la hora. Es la gran invitación a cambiar, a transformarnos, a convertirnos en un modo nuevo de vida más sostenible, más saludable, más enfocado al cuidado mutuo. Es el tiempo de cambiar hacia el prójimo y no hacia uno mismo.
En tiempos de incertidumbre solemos buscar personas que nos hablen con claridad. Necesitamos relatos ordenados con mensajes suficientemente claros para que nos ayuden a conducirnos en la vida, pero no siempre obtenemos aquello que necesitamos.
Los discípulos vivieron un tiempo en que no entendían mucho a Jesús. De hecho, parece que casi no lo entendieron hasta la experiencia de Resurrección. El reto de entender con claridad la vida y predicación de Jesús nos habla de la riqueza y por tanto la complejidad de su propuesta.
En un mundo en que la realidad se ha hecho muy complicada, la tendencia es hacer relatos muy simples. El problema es que ante realidades complejas necesitamos explicaciones que se adapten a la realidad, y no a nuestros deseos. En política, en medios de comunicación, en pensamiento, buscamos explicaciones simplistas para entender algo que nos supera. Eso suena a lo que les pasó a los discípulos.
En el confinamiento hemos sentido esas presencias que no estaban presentes. Hemos estado encerrados con unos pocos, pero a la vez hemos estado con muchos otros. Nuestro corazón también sentía y se unía al sufrimiento y a la alegría de otros con los que no estábamos presencialmente.
Un gran reto para los cristianos es sentir que Jesús está presente en nuestra vida. La velocidad, la dispersión, la falta de lenguaje de fe y una cultura en oposición nos dificultau sentir esa presencia.
Nuestra experiencia de Dios es una experiencia de mediaciones, seguimos a un Dios que se encarna, a un Dios que se hace uno de nosotros y que por tanto es en nuestra vida diaria donde se hace presente. La gran tentación es quedarse mirando al cielo, pero el ángel recuerda a los discípulos: ¿qué hacéis mirando al cielo?
En estos tiempos hemos visto, más que en otras ocasiones, situaciones de fragilidad. La pandemia ha dejado a la vista nuestras fallas como sociedad que cuida a los suyos. Hemos visto cómo los más fuertes prevalecen sobre los frágiles e incluso una acentuación de la cultura del descarte.
Cuando Jesús nos invita a que pidamos, en algún modo hay una invitación implícita a reconocer nuestra fragilidad personal. Sabemos que solos no podemos, que necesitamos de los otros, que necesitamos del Otro.
Orar es también un modo de pedir. Reconocer que nosotros no lo podemos todo, reconocer que nuestra humanidad necesita de ayuda para la salud, para la vida, para el amor, para el perdón. Orar es profundizar en la realidad, para hacernos cargo de ella, para cuidar de la vida propia y ajena. Orar es reconocer el camino para que nuestra alegría sea plena.
¿A quién no le restringirías el acceso? En estos días de desescalada y progresivo desconfinamiento, los templos deben restringir su aforo ordinario al tercio o a la mitad. ¿A quién no dejarías fuera? Cada cual concibe cómo hacer; quizá anunciando por teléfono el deseo de asistir, quizá distribuyendo entre la semana a quienes decidan acudir, o sugiriendo que nos presentemos con antelación para negociar los espacios disponibles para la asamblea. Sea cual sea el modo, siento que quienes no deberían quedar fuera son aquellos más necesitados, a quienes urge sentirse escuchados por Dios estos días: los tristes y apurados, los afligidos y angustiados, los que ahora experimentan congoja y tribulación.
El evangelio proclama: “También vosotros ahora sentís tristeza”. La tristeza por no haberse despedido de las personas queridas, la ansiedad por haber perdido el trabajo, o por haber tenido que cerrar el negocio en esta pandemia; la inseguridad o la incertidumbre porque no alcanzamos a imaginar de dónde vendrá la ayuda tan necesaria.
Con lucidez, suavemente, el evangelio y las oraciones de hoy reorientan nuestras expectativas. No se olvidan de aquella pérdida, esa ansiedad o esta incertidumbre. Prometen, sin embargo, una alegría posible: “se alegrará vuestro corazón”. Quieren consolarnos abriendo un horizonte, aunque este carezca de contornos bien definidos.
“También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Porque de hecho sentimientos encontrados nos confunden, el evangelio contrapone la alegría a la tristeza. Como a mujer a punto de dar a luz –dice- como a madre en boda del hijo, podríamos añadir nosotros.
Ayer fue Jueves de la Ascensión, hoy es viernes… “No se ha ido para desentenderse de nuestra pobreza” el sacerdote reza en esta misa. Hoy vivimos en la transición entre dos modos de la presencia de Dios con nosotros. Transcurrimos por una espera entre el recuerdo de Jesús y la llegada de su Espíritu. Ayer fue Jueves de la Ascensión, hoy es viernes… llegará el domingo y más tarde Pentecostés. Nos precede el primero para que vivamos con la esperanza de seguirlo en su Reino.
Son tiempos tristes en los que la pandemia ha dejado demasiadas víctimas e indirectas. Son tiempos en que los dos metros de distancia han supuesto una barrera en nuestras relaciones humanas. Son tiempos en que el dolor, la incertidumbre se han tenido afrontar en demasiada soledad.
Sin querer cada vez más decimos eso de «cuando acabe esto», y me recuerda a ese modo de vivir que muchos cristianos han tenido a la espera de un ansiado cielo. Ahora nuestro cielo se llama nueva normalidad, y nuestras esperanzas se conforman en volver a hacer lo que antes hacíamos.
Que la tristeza se convierta en alegría requiere conversión. La nueva normalidad necesita de que hagamos las cosas de una manera nueva, que nuestras sociedades se organicen de una manera mucho más humana y solidariamente. El nuevo cielo es el símbolo de que eso es una llamada que vivimos como generación. Entre tanto, vamos viviendo con alegría y tristeza, y ojalá que la alegría sea nuestra maestra en la vida.
En más de una ocasión nos hemos visto diciendo o con ganas de decir lo mismo que le dijeron a Pablo, te iremos en otra ocasión. Ya sea en sermones, discursos, conversaciones,… hemos preferido desconectar y dejar para otro momento eso de pensar en cosas de Dios.
En nuestra cultura eso de Dios no suena bien y se constata la tendencia a silenciarlo. Problematizar, dialogar, compartir eso de Dios, en primera instancia suena a hablar del sexo de los ángeles; pero pocas veces nos damos cuenta de que estamos hablando de nosotros mismos.
Cuando Pablo habla de Dios habla de su experiencia personal, habla de la sociedad, habla del papel de los pobres, habla de la desigualdad, habla de felicidad, habla de plenitud, habla de libertad, habla de convivencia. Acaso tal vez, cuando no queremos hablar o que nos hablen de Dios, ¿resulta que no queremos hablar de nosotros mismos y de nuestra realidad?
En la vida hay momentos en que conviene marcharse, como el momento de dejar la casa materna e ir a descubrir y realizar un proyecto nuevo de vida. Ahora en esta situación nueva, hemos tenido que dejar marchar usos y costumbres que no sabemos si volverán de nuevo y que nos producen tristeza.
En estos discursos del Evangelio de Juan Jesús anuncia una y otra vez que se va al Padre y que conviene que sea así. Los discípulos, lógicamente, no quieren que esto sea así, y Jesús trata de prepararlos para cuando se «marche».
Una de las imágenes con que se explica la Iglesia es la de peregrina. En la vida estamos siempre en esa tensión entre permanecer y estar de paso. Aprendemos a que la gente va y viene de nuestras vidas por distintos motivos, y nos cuesta decir adiós aunque no terminamos de agradecer el hola con el que se empezó. La vida es la gran escuela donde aprendemos a vivir en libertad, a que la gente que queremos venga y se vaya, aunque eso nos duela. A veces resulta conveniente.
La serie de dibujos animados South Park creó hace unos años la figura del Capitán A Posteriori, un reportero que se convertía en un superhéroe que lo único que hacía ante una situación de emergencia era reprochar, siempre a posteriori, todo lo que se había hecho mal. Me temo que este personaje en estos tiempos a tomado gran relevancia.
La diferencia con Jesús es notable. Jesús prepara a los discípulos antes de que ocurran las cosas y su objetivo es el de enseñarnos. Un ejemplo lo encontramos en el relato de Emaús, donde Jesús les recuerda a los discípulos el sentido de las Escrituras y haciendo memoria de ellas es cuando los discípulos cambian de destino.
En medio de profetas de calamidades, en medio de dinamiteros sociales; la propuesta cristiana apunta como Jesús a algo nuevo. El objetivo no es ganar ese prurito orgulloso de decir, veis cómo tenía razón. El objetivo es que tengamos vida y abundante a pesar de las dificultades que siempre asoman en nuestros caminos.
Estos días pandémicos y de incertidumbre tratamos de buscar verdades a las que aferrarnos y que nos den alguna seguridad, y lo hacemos en un contexto info-tóxico y lleno de sospechas por las conocidas noticias falsas. Queremos, necesitamos, de verdades que apacigüen nuestra ansiedad, pero no sé hasta qué punto buscamos verdades que sean verdad.
Jesús hoy nos promete el Paráclito, el Espíritu de la verdad y ya nos hace mirar a Pentecostés. El cambio en Pentecostés es un cambio del miedo a la confianza. Dejar atrás el esquema anterior y empezar uno nuevo llenos de una fuerza transformadora.
Hay verdades que matan, pero también las hay que dan vida. Nos toca discernir, nos toca elegir aquellas verdades que se convierten en fundamento de nuestra vida. El Espíritu de la verdad, en Jesús es un Espíritu que nos trae vida y abundante, un Espíritu que nos hace producir fruto abundante, un Espíritu de comunión. ¿Me lo creo?